Sombras y confesiones
En la habitación de Sofía reinaba la penumbra, iluminada apenas por la luz trémula de una vela. A su alrededor, lienzos sin terminar se apilaban contra la pared: retratos de rostros olvidados, cuerpos sin nombre y escenas que solo ella podía entender. La pintura aún fresca en sus manos teñía su piel de tonos oscuros, como si cada trazo formara parte de su propia carne.
Sandra la observaba desde la puerta, con los brazos cruzados y una media sonrisa en los labios. Su vestido ajustado y su maquillaje aún no borrado del todo hablaban de la vida que había elegido en la capital, aunque en sus ojos había un cansancio que delataba una lucha interna.
—Pintas como si tuvieras un demonio dentro —dijo Sandra, acercándose con pasos silenciosos.
Sofía apenas levantó la mirada de su lienzo.
—Quizás lo tenga.
Sandra soltó una risa breve y se sentó en una silla cercana, observando la obra en progreso.
—No sé nada de arte, pero me gusta cómo pintas. Hay algo… real en tus cuadros.
—Demasiado real —murmuró Sofía, limpiándose las manos con un trapo viejo.
Hubo un silencio entre ellas, roto solo por el sonido del pincel rascando la tela. Luego, Sandra suspiró y apoyó la cabeza en su mano.
—Yo también tenía un sueño —confesó—. Quería ser bailarina, como mi madre.
Sofía se detuvo por un momento y la miró con atención.
—¿Bailarina?
Sandra asintió.
—Vedette. Mi madre lo fue en Cali. Era hermosa. Tenía una presencia en el escenario que hacía que todos se olvidaran de respirar. Quise ser como ella… Pero no resultó como esperaba.
Sofía dejó el pincel y se giró por completo hacia Sandra.
—¿Qué pasó?
Sandra jugueteó con un mechón de su cabello, evitando su mirada.
—Descubrí que el mundo de los espectáculos no es tan brillante como parece. Al final, no importa cuánto talento tengas. Siempre hay alguien dispuesto a aprovecharse de ti.
Sofía la entendía más de lo que quería admitir.
—¿Por eso dejaste Cali?
—Por eso y porque quería probar suerte en Bogotá. Pero aquí… bueno, terminé encontrando otro tipo de escenario.
Se quedaron en silencio por un momento, hasta que Sandra sonrió de lado y apoyó su codo en la mesa.
—Y dime, Sofía, ¿alguna vez has amado a alguien?
Sofía sintió un escalofrío recorrer su espalda.
—Sí.
Sandra arqueó una ceja.
—¿A un hombre?
Sofía tomó aire.
—A una mujer.
Sandra no pareció sorprendida.
—Yo también. Aunque… bueno, me gustan los hombres, pero a veces las mujeres tienen algo especial. No sé explicarlo.
Sofía la miró con curiosidad.
—No esperaba que dijeras eso.
Sandra se encogió de hombros.
—Una aprende a descubrir lo que le gusta con el tiempo.
Hubo un momento de pausa. Luego, Sandra cambió de tema con suavidad.
—He visto cómo manejas a los clientes en el café-bar. Tienes una manera de leerlos. Sabes cuándo dejarte llevar y cuándo frenar.
Sofía sonrió con amargura.
—Es cuestión de sobrevivir.
Sandra la miró con atención.
—Enséñame.
—¿Qué?
—Enséñame a no ser vulnerable con ellos. A mantener el control.
Sofía la observó por unos segundos antes de asentir lentamente.
—Está bien.
Se levantó de la silla y se acercó a Sandra con pasos firmes.
—Lo primero es la mirada. No puedes verte insegura. Si ellos sienten que pueden dominarte, lo harán.
Sandra la imitó, levantando el mentón con seguridad.
—Así. Pero no demasiado. Tienes que parecer interesada sin parecer desesperada.
Sandra sonrió.
—¿Y después?
—Después, aprendes a medir el contacto. Un roce ligero, una sonrisa en el momento correcto. Pero siempre dejas claro que eres tú quien lleva el ritmo.
Sandra la miró fijamente.
—¿Así?
Sofía sintió el roce de los dedos de Sandra en su brazo, suave, casi eléctrico.
—Sí —susurró.
El aire entre ellas se volvió más denso, más íntimo. Sandra inclinó la cabeza, acercándose apenas un poco más.
—¿Y si el cliente es alguien que realmente quieres?
Sofía tragó saliva.
—Entonces… no es un cliente.
Sandra no esperó más. Se acercó y presionó sus labios contra los de Sofía en un beso lento, exploratorio. Fue un contacto suave al principio, pero pronto la intensidad creció. Sofía respondió con la misma necesidad reprimida, con la misma urgencia de alguien que ha pasado demasiado tiempo sin sentirse deseada sin condiciones.
Se aferraron la una a la otra, sus cuerpos buscando calor en la fría madrugada de Bogotá.
Y por primera vez en mucho tiempo, Sofía se permitió olvidarse del mundo.
Entre luces y sombras
El "Rincón del Rosario" bullía con el murmullo de voces y el tintineo de vasos contra la madera. La noche traía consigo el mismo desfile de clientes de siempre: oficiales con sus uniformes ajados por la rutina, comerciantes bebiendo hasta olvidar sus fracasos y artistas que soñaban con una bohemia que nunca alcanzaban. El humo de los cigarrillos flotaba en el aire, envolviendo a Sofía en una neblina espesa mientras removía lentamente su trago de ron.
Frente a ella, Sandra bebía cerveza a sorbos cortos, con la mirada perdida en el fondo del vaso. A diferencia de la noche anterior, donde sus cuerpos se habían encontrado en la penumbra de la habitación, ahora había una distancia entre ellas, como si aún no supieran qué hacer con lo que había ocurrido.
Teresa y Carmen estaban en la otra esquina del bar, atendiendo a un grupo de clientes ruidosos, mientras Victoria lanzaba miradas de fastidio a un hombre que intentaba jalarla por el brazo. La rutina de siempre.
Sandra fue la primera en romper el silencio.
—¿Cómo fue tu primera vez con una mujer?
Sofía no se esperaba la pregunta tan directa.
—Diferente. —Tomó un trago de su ron y luego sonrió con amargura—. Con Lucile, en un mundo que ya no existe.