Agnes Durand
El viento fresco me acaricia el rostro mientras me acerco a la casa de Madame Rousseau, una anciana con la que trabajé cuando apenas era una adolescente. Su hogar, una vieja casona en las afueras del pueblo, siempre me ha parecido un lugar lleno de historias y secretos. Las paredes descascaradas y el jardín descuidado solo son la fachada de una mujer que, a pesar de su edad, mantiene una agudeza mental que sorprende a cualquiera.
Recuerdo las tardes que pasé en esta casa, corriendo detrás de los perritos que ella adoraba como si fueran sus propios hijos. Mis días se llenaban de ladridos, correteos y pelotas mordidas, mientras cuidaba a esas criaturas con más dedicación de la que algunos humanos reciben. Hoy, sin embargo, mi propósito es otro. Ya no soy la jovencita despreocupada que vino a pasear perros por unas monedas, sino una mujer que necesita algo mucho más importante: una carta.
La puerta de madera cruje cuando la empujo suavemente, y el aroma a té de hierbas y madera vieja me envuelve, transportándome de inmediato al pasado. Madame Rousseau está sentada en su sillón de siempre, con sus lentes en la punta de la nariz, hojeando un libro antiguo que parece haber leído mil veces. Al oír mis pasos, levanta la vista y su mirada se ilumina con una mezcla de sorpresa y cariño.
—¡Agnes, querida! —exclama, dejando el libro a un lado—. Qué agradable sorpresa.
Su voz es cálida, pero en el fondo hay una chispa de malicia, como si supiera que no he venido simplemente a charlar. Me acerco, sintiendo una extraña mezcla de nerviosismo y nostalgia. Me siento en el sillón frente a ella, y por un momento, ambas guardamos silencio. El sonido del reloj de pared es lo único que llena la habitación.
—¿Cómo has estado? — cuestiona, con una sonrisa en su rostro.
—Supongo que bien, en la misma lucha de mantenerme con vida y sacar mi floristería adelante— comente sentándome a su lado.
—He escuchado lo que le está sucediendo a tu tía, y es muy lamentable que una mujer tan joven esté padeciendo de algo tan grave— agregó, poniéndose de pie.
—No tienes idea de cuanto me está destrozando el corazón— me quiebro y permití que unas lágrimas rodaran por mis mejillas.
Madame Rousseau llama a alguien y mis ojos se ensanchan, desde que me fui de su lado siempre supe que estaba sola, una joven de cabello rojo aparece y me sonríe, luego obedece a la orden de traernos chocolate y galletas mis favoritas, avena con chispas de chocolate.
—Necesito pedirte un favor —digo finalmente, eligiendo cuidadosamente mis palabras.
Madame Rousseau me mira por encima de sus lentes, con una ceja arqueada, como si ya supiera lo que voy a decir antes de que lo pronuncie.
—¿Un favor? —repite, jugueteando con el borde de su bufanda—. ¿De qué se trata, querida?
Inspiro profundamente antes de soltar la verdad.
—Necesito una carta de recomendación. He visto que están buscando una niñera en el reino, y... bueno, quiero solicitar el puesto.
La anciana entrelaza los dedos y apoya la barbilla sobre ellos, evaluándome con su mirada penetrante. Sabe que nunca he cuidado niños. Ella misma fue quien me enseñó todo lo que sé sobre animales.
—¿Una niñera? —pregunta lentamente, como si probara el sabor de la palabra en su boca—. Eso es algo bastante diferente a lo que hacías aquí. Tú te encargaste de mis adorables perros, no de niños.
Me remuevo en mi asiento, incómoda bajo su escrutinio.
—Sí, lo sé... pero necesito esa carta. No van a aceptar a alguien sin experiencia, y tú fuiste mi única empleadora durante esos años. —Mis palabras salen más apresuradas de lo que quisiera. Sé que estoy pidiendo algo grande, algo que va más allá de los ladridos y correas que me ocupaban antes.
Madame Rousseau me observa en silencio durante unos largos segundos antes de sonreír, una sonrisa traviesa que revela que ha entendido todo.
—Así que quieres que ponga en la carta que tienes experiencia cuidando niños... cuando lo que hacías era corretear detrás de unos revoltosos perritos. ¿Es eso?
—Si fuera posible —admito, con una pequeña risa nerviosa.
Ella deja escapar una carcajada suave, que resuena en la habitación como una melodía nostálgica.
—Ay, Agnes... siempre has tenido esa chispa de determinación. Nunca pensé que querrías trabajar en el palacio, pero entiendo que las circunstancias cambian. Y si alguien puede manejar un grupo de niños como manejabas a mis perros... quizás tengas una oportunidad.
Mis nervios se apaciguan un poco, esta adorable anciana es conocida como la mujer más honesta y correcta que puede existir, nunca le ha fallado a nadie y no se casó por que odia las mentiras, y su único novio la traiciono con su prima, desde entonces según la leyenda se compró perros y se dedicó hacer una mujer solitaria.
Sus palabras, aunque humorísticas, me llenan de una extraña esperanza. Puede que sea un engaño, pero necesito ese trabajo más que nunca. La realidad económica de la floristería es un peso que no puedo seguir cargando sola, y las facturas del hospital no hacen más que crecer. Si quiero mantener a mi tía a salvo, necesito estabilidad, algo que me permita pagar los tratamientos.
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Editado: 17.11.2024