Agnes Durand
Parada frente a las imponentes puertas del castillo, no pude evitar sentir un peso en el estómago, como si cada piedra que formaba esas murallas gigantescas estuviera hecha para recordarme lo pequeña e insignificante que era en comparación con ese lugar. Mi respiración se volvió errática, y, por un segundo, consideré dar media vuelta y salir corriendo de ahí.
Me giré sobre mis pies, buscando el rostro amigable de Annette, quien aún estaba en su destartalado auto. La chatarra parecía temblar bajo su peso, como si estuviera a punto de desmoronarse en cualquier momento. Annette, fiel a su costumbre, me sonrió con esa mezcla de seguridad y travesura que solo ella podía tener.
—¡Buena suerte, Agnes! ¡No te olvides de sonreír! —me gritó mientras tocaba la bocina, un sonido más parecido a una tos asmática que a un claxon normal. El motor de su auto rugió al arrancar, soltando una nube de humo negro que me envolvió por completo. Tosí, agitando la mano en el aire para apartar la humareda, mientras ella desaparecía calle abajo.
El silencio que quedó tras su partida me golpeó como una ráfaga fría. Me di vuelta, enfrentándome de nuevo a las puertas que parecían tan enormes como montañas, y di un paso adelante. Cada centímetro de mi cuerpo temblaba de nerviosismo, y mis manos, que normalmente eran firmes, sudaban. Nunca me había sentido tan fuera de lugar.
Avancé con pasos vacilantes hasta que una de las puertas de acero se abrió lentamente con un chirrido metálico. No pude evitar un respingo cuando una figura masculina emergió desde el interior, alta y de porte impecable. Su semblante serio irradiaba autoridad. Me quedé paralizada por un segundo, hasta que el hombre se detuvo frente a mí y, con una reverencia educada, habló:
—Bienvenida al castillo. Soy Simón, el mayordomo. Estoy aquí para guiarla —dijo, con un tono que transmitía una mezcla de profesionalismo y frialdad.
Apenas pude asentir, mi mente aún atrapada en el asombro que me envolvía. Cada rincón del castillo parecía vibrar con una historia milenaria, como si el tiempo mismo se hubiese detenido en esas paredes. El aire era más pesado, denso, cargado de una elegancia que me sobrepasaba. Me sentí fuera de lugar, una simple florista en un mundo de reyes y reinas, y el contraste era abrumador.
—Gracias, Simón —respondí con un hilo de voz que apenas reconocí como mío.
Nos adentramos en el interior, y mis pies resonaban sobre el mármol pulido como un eco lejano. Cada paso que daba dentro de ese enorme salón me hacía sentir más pequeña. El techo se alzaba tan alto que parecía perderse en el cielo, y las columnas que sostenían el castillo eran gruesas, monumentales, decoradas con detalles tallados que solo podía haber imaginado en cuentos de hadas. Los tapices que colgaban de las paredes, con escenas de batallas antiguas y retratos de reyes pasados, me observaban como testigos silenciosos de mi nerviosismo.
—Por aquí, por favor —indicó Simón con un gesto cortés, sin dejar de caminar con una gracia que yo solo podía envidiar.
Cada vez que cruzábamos un nuevo pasillo, mi mente intentaba comprender cómo alguien podía vivir en un lugar tan vasto, tan... majestuoso. Todo era tan lejano de mi realidad, donde el olor a tierra y rosas era lo único que conocía. Sentía como si hubiera entrado en un sueño, uno del que no sabía si quería despertar.
Simón se detuvo frente a una gran puerta de roble oscuro y, con un gesto pausado, la abrió, dejándome ver el interior de una sala de espera.
—Espere aquí, la llamarán pronto —me dijo, con un tono que no admitía discusión.
Asentí nuevamente, sin palabras, mientras me sumergía en la quietud de la sala. Mi corazón latía con fuerza, y aunque mis manos querían temblar, las apreté contra mi regazo, tratando de mantener la compostura. Estaba a punto de entrar en un mundo desconocido, y no tenía idea de lo que me esperaba más allá de esas puertas.
Lo único que sabía era que, después de ese día, mi vida no sería la misma. Algo grande estaba por pasar.
No podía sentarme. Mis piernas temblaban como si tuvieran vida propia, y la idea de quedarme quieta me resultaba insoportable. Caminé por la sala, tratando de calmarme, pero lo único que lograba era aumentar la presión en mi pecho. El tiempo se estiraba en una especie de limbo incómodo, y mi cabeza no paraba de darle vueltas a todas las cosas que podrían salir mal. Sentía que estaba a punto de romperme.
Abrí mi bolso con manos temblorosas y saqué el teléfono. Necesitaba escuchar alguna noticia sobre mi tía Adelyn, aunque fuera mínima. Busqué el número del hospital y marqué con dedos nerviosos. El tono de llamada se alargó, y cada segundo que pasaba sin respuesta aumentaba mi ansiedad. Finalmente, una voz automática me atendió y, después de una espera insoportable, me pasaron con una enfermera.
—Buenas tardes, soy Agnes Durand. Quería saber cómo sigue mi tía Adelyn Durand. Ingresó hace unos días —dije con un nudo en la garganta.
La enfermera tardó un momento en responder, lo que me hizo temer lo peor.
—La señora Durand sigue estable, pero le sugiero que venga pronto para hablar con el oncólogo. Han estado ajustando el tratamiento —dijo la voz al otro lado de la línea, con ese tono monótono y distante de quien trata con malas noticias todos los días.
Mi corazón dio un vuelco. Estaba lejos de poder estar allí, y la preocupación por ella me invadía. Apreté los labios, resistiendo las ganas de llorar, y colgué sin decir más.
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Editado: 17.11.2024