Bianca abrió los ojos, miró el techo y luego los volvió a cerrar, somnolienta.
De pronto, a su mente llegó una cosa: Mars.
Abrió los ojos de golpe y se levantó de la cama, agitada, con el corazón drenándole la sangre de la cara y con la boca secándosele repentinamente. ¡Rayos! Se había olvidado de Mars, se había quedado dormida en los brazos de Mariano Scola un viernes por la noche y había entrado en esa ensoñación que las porristas del instituto llamaban, como aquella canción de Mina que su padre ponía en el estéreo, "il celo in una stanza".
Demonios, demonios, demonios, demonios, pensó, temerosa, y se levantó de la cama, quitando el abrazo de Mariano de un golpe.
Él, sin embargo, simplemente se giró hacia un lado, se cubrió más de lo que ya estaba con la manta e hizo caso omiso a la desaventura que la mente de Bianca estaba sufriendo ahora mismo.
Miró el reloj de la pared, marcaba las seis y cuarenta y, por todos los cielos, era obvio que no era de la tarde. Su mente rebobinó de pronto al viernes anterior —para ese entonces, ya el sábado la estaba saludando desde la ventana— y recordó sus pasos. Primero, se había ido con Mariano, pensó que efectivamente tendrían esa aventura de una noche y luego tuvo planeado regresar a la fiesta con Mars, cuando el tiempo estuviese oscilando entre las nueve o diez de la noche. Luego, y siguiendo su plan, habría animado a Mars a que conociese uno de esos chicos guapos que siempre venían de Venecia, donde los tres hablarían sobre cosas triviales y luego dejaría que Mars quedase encantada con alguno. Más tarde, como a eso de la una o dos, Mars y ella se irían, se tomarían un desvío en alguna tienda de veinticuatros horas y comprarían palomitas de maíz para ver aquel maratón de pelis románticas que Bianca tenía preparado para Mars, un regalo sorpresa, como el que Mars le había dado cuando le regaló el disco de Michael Jackson.
Pero, ¡un demonio! Todo el plan le había salido al revés, un plan tan simple que terminó siendo tan caótico y destructivo. El tormento le nubló por un momento la mente y pensó que se desmayaría, pero continuó, siguió buscando sus ropas en el suelo, mientras se vestía con prisa. Mariano le daba la espalda como si no importase la cosa.
Sí, había estado todo bien al principio. Había dejado a Mars sentada en el sofá, mientras MC Hammer cantaba uno de sus hits callejeros. Bianca lo recordaba, por Dios, lo recordaba perfectamente. Mariano y ella habían hablado hacía unos días atrás, y esa noche la escapada era cien por ciento segura. Ciertamente Bianca le había dicho a él que debían regresar, porque su mejor amiga estaba sola. Él le había dicho que sí, que lo entendía, y se montaron en su auto y se fueron de allí.
Lo habían hecho salvajemente y, además, dos veces.
Alerta, Bianca, terminamos esta ronda y le pides que te lleve de vuelta, así de simple, había pensado Bianca, decidida.
No obstante...
Bianca miraba ahora por debajo de la cama, con la cabeza doliéndole en los costados. Observó por el suelo y un poco más allá, buscando sus zapatos. Abajo era una selva de calcetines usados y perdidos, solos sin su alma gemela, en compañía de unas cuantas envolturas de dulces que Mariano seguramente comía a escondidas por las tardes.
Al final encontró un solo zapato y su calcetín de flores.
¿Cómo pude quedarme dormida, mierda?, pensó con culpa, no pude haber...
Entonces lo recordó.
El día anterior y aquella comezón extraña que le había dado en la garganta. El signo rojo de la gripe, de las alergias, porque en la nariz le empezaban a aflojar los mocos y la cabeza le dolía cuando hacía un movimiento brusco. Y recordó entonces el antihistamínico que se tomó. Una cápsula de color naranja que brillaba cuando la movías de un lado a otro. "La pastilla de la sanación", decía su padre, y ella siempre se echaba reír. Recordó también el agua pasar por su garganta y la voz de su madre, que venía de la cocina, diciéndole: <<recuerda que esa pastilla da sueño, cariño, no te vayas a quedar dormida en aquella fiesta de locos>>.
—¡Maldita sea! —exclamó, furiosa, y se golpeó por accidente la cabeza con el borde de la cama. Sollozó un poco, y el otro zapato que andaba buscando no apareció por ninguna parte.
—¿Qué demonios ocurre? —preguntó Mariano, con voz ronca, mientras se levantaba lentamente de la cama.
—Mariano, vístete. Me llevarás a casa de Alessandro.