Hasta los dieciséis años fui una adolescente más rebelde de lo común e incapaz de pensar las consecuencias de mis actos, entonces un embarazo no planeado, fruto de una relación condenada al fracaso, cambió mi vida. Los primeros meses, pasado el trago amargo del positivo que temía, quise negarlo. Era nada, era poco, sólo minúsculas células de otra parte mezcladas con las mías. Células que sin embargo hicieron notar inclementes su presencia, gritando con una voz muda, llamándome y demandando que las aceptara como un mandato que clamaba ser obedecido desde la profundidad de mi propio ser y de una naturaleza que desconocía. Nunca me sentí tan cansada como esos primeros días, a eso se le unieron otros síntomas innegables. La acusadora molestia en mis senos, piquetes en mi carne adolescente que parecían un castigo, el siempre presente malestar estomacal, las ganas de no comer, el deseo de dormir… y morir.
Decidí que no estaba lista para ser madre, pero tampoco podía pensar en cortar esa vida que ya sentía. Lo intenté, pero fui incapaz de hacerlo. Consideré la adopción y me convertí en un vientre cobijando a un hijo ajeno. Un hijo que me acompañaría largas semanas y que vibraba al compás de mi voz, que se arrullaba con mis movimientos, que se movía buscando mi mano cuando tímidamente la resbalaba por mi vientre abultado. Un niño al que puse un nombre que cantaba estando a solas, cuando creía que nadie me escuchaba. Era una melodía simple, que brotaba de mi garganta con una voz tierna, como todos los pensamientos que le dedicaba al pequeño que sin haber nacido estaba tomando posesión de mi corazón. Sin saberlo me estaba enamorando, a mis cortos años, estaba conociendo el significado de la palabra anhelo. Comencé a soñar con su rostro y al despertar, casi podía percibir su olor. Fue uno de esos sueños nítidos lo que me permitió tenerlo entre mis brazos, su cabecita reposaba en mi pecho y yo corría llevándolo conmigo. Únicamente recuerdo el camino largo que se extendía frente a mí: una acera vacía, alumbrada apenas por luces nocturnas de las que brotaban sombras con largos brazos y bocas abiertas que nos perseguían. Corrí más, con todas mis fuerzas, hasta sentir que el aire se me acababa por esfuerzo y angustia. Desperté antes de escapar, sin saber si aquellas espeluznantes sombras lograron arrebatarme a mi pequeño. Eso era, mi pequeño, mi hijo, no podía ni quería seguir negándolo. Sería su madre los meses que siguiera conmigo.
La idea de entregarlo me perturbaba un poco más cada día, desde que escuché los golpeteos de su corazón recién formado, supe que sería una decisión que me cambiaría la existencia. Pero no podía hacer más, poco podía ofrecerle, era una adolescente sin nada más que el deseo de tenerlo cerca. Ni siquiera tenía el consejo de mi madre, fallecida prematuramente, para librarme de las preocupaciones, de no saber qué era normal y qué no lo era, qué pasaría y qué no. Algo dentro me decía que lo que sentía solo podía crecer, deseaba equivocarme, no podía ni dormir pensándolo ¿Y si lo quería más? ¿Y si al tenerlo no podía separarme de él? ¿Qué haría después si decidía conservarlo?
Un día ese sentimiento opresor llegó al límite. Caminaba de regreso a casa. Las clases en la preparatoria se habían vuelto espantosas, el calor insoportable, las largas horas en la butaca hinchaban mis piernas y tobillos. Además, todos me miraban, me dedicaban miradas apenadas, otras más maliciosas. Hasta mis amigas se sentían incómodas con mi embarazo y la apariencia que me dio. No podían alegrarse, ellas sabían que no estaba bien, no estaba bien ser una niña y traer dentro a otro niño, no estaba bien que escuchando la clase tuviera que levantarme más de dos veces para ir al sanitario, no estaba bien que no pudiera participar en la clase de deportes. Ellas no sabían si acariciar mi vientre como hacen las amigas de una mujer embarazada, no sabían si hablar de lo que sería mi hijo o simplemente actuar como si nada hubiera cambiado. Esa mañana en especial mis hormonas conspiraron, haciendo insoportable el continuar en la escuela. Me disculpé con el profesor, acusé a un malestar inexistente de no permitirme seguir con las clases y salí corriendo del centro escolar. El guardia de la puerta tuvo que detenerme, su voz me volvió a la realidad, debía tener más cuidado, en mi estado no podía permitirme esos arranques adolescentes, una caída es cosa seria para una mujer embarazada.
Calmé mi desesperación y me encaminé a casa, no queriendo llegar aminoré la velocidad hasta que mis pasos se volvieron solo un débil arrastre de pies que me permitía contemplar la sombra de mi silueta cabizbaja y deformada. Fue entonces que la escuché, provenía de un callejón sin pavimento que daba a unas viviendas humildes. Los ladridos de la perra negra y sus lastimeros aullidos. No la vi hasta adentrarme un poco en ese camino terregoso. Siempre me han gustado los animales, sin embargo, los perros no son mis favoritos, me mordieron tres veces de niña y les tomé un poco de miedo. Pero el lamento de esa perra negra me llegó hondo, por un momento creí escuchar una voz humana en su súplica. Estaba atada al tronco de una lila en el patio trasero de una de las viviendas. Su mirada angustiada al igual que sus ladridos iba más allá: apuntaba al hombre que sumergía uno a uno a pequeños cachorros negros en un balde de agua helada al que entraban con vida y salían sin ella. La perra instintiva, madre salvaje al fin, lloraba, ladraba, gritaba desesperada, sabía que nada podía hacer y aun así intentaba luchar, deshacerse de la soga que la aprisionaba impidiéndole cumplir con la misión de proteger a sus crías. Conté al menos diez cachorros sin vida a los pies del hombre mientras hundía al onceavo y solo uno, el más pequeño, el único de un color distinto al de la madre, permanecía vivo y agazapado a un lado de los cadáveres de sus hermanos.
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Editado: 11.12.2022