Despertar junto a Alejandra esa mañana de domingo fue algo que no creí volver a tener. Si digo que únicamente era dichoso sería poco, su presencia y la certeza de que me amaba me hicieron sentir que nada me faltaba, la satisfacción era inmensa. Abrí los ojos y miré su cuerpo tibio a mi lado, su silueta vibraba al ritmo de su acompasada respiración. El largo y revuelto cabello castaño le cubría parte del rostro dormido, así que hice a un lado los mechones que me impedían contemplarlo enteramente y me atreví a delinear con las yemas de los dedos las facciones que no podía dejar de mirar embelesado. Sus largas pestañas destacaban pues parecían cortinas cerradas de su alma, esa que de a poco pude conocer. La noche anterior su confesión me impactó tanto que las palabras de consuelo que debí decir de inmediato tardaron en emerger y verla llorar por no creerse merecedora de mi amor me dolió todavía más que conocer la historia que me confesó. Una historia que no imaginé aquella primera vez que la vi, pues pese a saber de la existencia de su hijo, el que fuera consecuencia de tanto dolor no me cruzó por la cabeza. Ella tuvo razón cuando me reclamó que me enamoré de alguien que no existía, lo hice y olvidé que al igual que yo era un ser humano. Me prendé únicamente de su imagen y lo que quise creer que había detrás de ella, eso fue lo que anhelé por tantos años. Tuve que reencontrarla para entender que quien amaba era alguien real, con luces y sombras de su presente y pasado. Decir que al conocer este último no quise hacer pedazos a ese hombre sería mentir, lo odié cada momento en tanto escuchaba de boca de Alejandra lo que la hizo padecer, pero no creí que valiera la pena dedicarle ni un pensamiento más después de eso. Alejandra había vuelto a mí y eso era lo único que importaba.
Sin embargo, además de aumentar la admiración que ya sentía por mi chica, saber del detestable comportamiento del padre de Sebastián sirvió para algo más, y es que al fin comprendí que, aunque Octavio Sifuentes no era la mejor persona y distaba mucho de ser un buen padre, al menos para mí, no había sido el peor. Tal vez era un consuelo inútil, pero siendo adulto me hizo sentirme más cercano a él y hasta agradecido de que pese a todo, mostró algo de responsabilidad y cariño hacia mí. Por extraño que a mí mismo me pareciera, sentí la necesidad de hablar con él sin la actitud defensiva que llevaba mostrándole desde que crecí. Cuando era niño lo adoraba, pero a partir de mi adolescencia fue perdiendo mi aprobación e incluso llegué a aborrecer ser su hijo, mucha de mi rebeldía juvenil fue a causa de eso. Como Alejandra aún dormía, aproveché y le envíe un mensaje. Nada fuera de lo común, un saludo más cordial que afectuoso, pero él debió presentir que algo había cambiado porque lo respondió casi de inmediato. Sus palabras escritas fueron más amables de lo habitual y por primera vez en mucho tiempo nos despedimos sin desear que esa interacción no hubiera ocurrido.
Una vez que dejé a un lado el móvil, me concentré nuevamente en Alejandra que aún dormía. Nuestra intención no era que amaneciera en mi casa, pero nos deseamos tanto durante los meses que estuvimos separados que irremediablemente el reloj avanzó su cuenta sin que lo anticipáramos. Al final, mi chica llamó a su casa para avisarle a su padre que no llegaría a dormir y pedirle que por esa ocasión cuidara de Sebastián. No pude evitar notar que no mencionó que estaba conmigo, tampoco quise reclamárselo, ella debía tener sus razones y no volvería a dudar de ellas. Mejor aproveché el tiempo juntos para disfrutarla, en ese espacio en el que nunca la había tenido. Hicimos el amor, reímos a carcajadas y hablamos en voz alta, ella no ahogó ninguno de sus placenteros gemidos. Era la primera vez que la percibía tan libre y me encantó. Jamás me disgustó visitarla en el hogar que compartía con su familia, hacerle el amor en su habitación y despertar a su lado en el mismo pequeño espacio, pero siempre fue con reservas. Cuando estábamos ahí, ella hablaba en voz queda y reprimía cualquier expresión de placer que saliera de su boca, y yo tenía que hacer lo mismo por miedo a importunar a su padre o a su hijo. No solo en la intimidad era así, con ellos dos presentes lo único a lo que me atrevía era a tomar su mano y darle besos castos. Por eso y pese al cariño que le profesaba a Sebastián y lo mucho que me agradaba su abuelo, me permití olvidarme de ellos y gozar junto a mi chica de esas horas nocturnas que nos regalamos mutuamente. Mayor fue mi alegría al ver que la mañana llegó y seguía ahí sin que nada perturbara su descanso. Debió haber estado agotada porque pocas veces la vi dormir tan profundamente. Pensé en eso un poco más, no debió ser fácil para ella, tenía encima nuestro rompimiento, su nuevo trabajo, el reencuentro con quien tanto la dañó y la angustia por las horas que Sebastián duró perdido. El que fuera a verme y a buscar nuestra reconciliación luego de todo eso me convenció aún más de lo mucho que le importaba.
Su despertar fue lento, tardó un largo instante en atreverse a abrir los ojos, antes de hacerlo extendió su mano para palpar mi rostro y acariciarlo. Besé cada uno de sus dedos y mi boca subió por su brazo. Cuando al fin estuvo completamente despierta, la sonrisa que me dedicó iluminó el día más que los rayos de sol que ya entraban de lleno por la amplia ventana de mi habitación. Ambos miramos el reloj sin decirnos nada, pasaban de las ocho de la mañana, pero no parecía apresurada como tantas otras veces, entendí que ese tiempo era mío, me lo estaba obsequiando.
—Te amo —susurré aproximando mi rostro al suyo hasta que mi frente topó con la suya. Nuestros ojos se encontraron tan cerca que pude ver cada una de las tonalidades del marrón que predominaba en los suyos.
—Yo te adoro, amor. Lamento hacerte pensar lo contrario —La culpa que percibí en su tono me puso triste porque de cierta forma, también hice lo mismo.
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Editado: 11.12.2022