El tiempo acontece con demasiada rapidez y mi reclusión autoimpuesta en mis aposentos ha tejido un velo de incertidumbre sobre mis pensamientos, apenas ha pasado una semana desde que no me he atrevido a encontrarme con la sociedad victoriana nuevamente ¿Es el temor a los entes que merodean por el hotel o la sombra del misterioso beso del señorito Adolpshon? La respuesta yace oculta en algún rincón de mi conciencia, un enigma aún sin descifrar.
Mi contacto con el mundo exterior se limita a breves incursiones para alimentarme y realizar alguna rápida visita a la biblioteca, donde la tabla de ouija, ahora desaparecida, parece haberse fundido con las sombras del pasado. Mi mente divaga en especulaciones, imaginando que fue el tío Heinz quién optó por deshacerse de ella nuevamente o si acaso adquirió vida propia.
La chimenea se convierte en mi única compañía, su fuego danza en la penumbra, iluminando el tapiz de recuerdos y deseos entrelazados. El señorito Rider guarda distancias entre nosotros ante mi comportamiento noches anteriores y mi devoción por aborrecer y amar la soledad al mismo tiempo ¿En qué estoy pensando?
Lo echo de menos; su risa resuena en mi memoria, su humor vibrante y la conexión que compartimos me sumen en una nostalgia que deseo con ansias recuperar.
El sol permite que sus últimos rayos de luz se cuelen a través de mi ventana, acariciando mi delicado rostro con su reconfortante calidez. Con paso decidido me dirijo hacia la ventana, y con un giro elegante del picaporte, abro las hojas de cristal que me separan del exterior.
Al salir al balcón, el crujir de la nieve bajo mis pies descalzos se convierte en una efímera sinfonía. La puerta se abre con suavidad, revelando una barandilla cubierta de nieve que se extiende como un manto blanco. El paisaje que se despliega ante mí es un lienzo inmaculado, un campo nevado que se pierde en la lejanía.
La luz dorada del atardecer acaricia con delicadeza la blancura del entorno, creando mágicos destellos en cada cristalino copo de nieve. El aire fresco y nítido roza mi rostro, y por un instante, me siento parte de la armonía entre el sol descendente y la pureza de la nieve que se despliega bajo mis pies.
Lleno mis pulmones del frío aire y lo mantengo unos segundos en mi interior, luego, lo expulso, creando nubecillas de vapor que se disipan rápidamente.
Me acerco más al borde.
Diviso sobre blanco campo, a mis tíos, sumidos en una conversación animada, mientras el sol se despide en el horizonte, Los gestos de sus rostros expresan complicidad y alegría, ajenos a lo ocurrido hace varios días.
Casi será la hora de cenar.
Mi mirada se encuentra con una luz titilante en una de las ventanas del desván. No parece simplemente una luz, sino un resplandor que destaca en la penumbra del ático. Su fulgor parece tener vida propia, como si las sombras del pasado bailaran a su alrededor.
Aunque mi mente sugiere que podría tratarse simplemente de Conall o de algún reflejo, la curiosidad despierta en mí un ansia por la aventura. La habitación se torna monótona, y la quietud de los pasillos vacíos me invita a explorar los misterios ocultos del hotel. Aprovechando la soledad que reina en los corredores, decido entonces abandonar la comodidad de mis aposentos y adentrarme en lo desconocido. La promesa de secretos susurrados en la penumbra me impulsa a desafiar mi nueva rutina y describir que aguarda más allá de las puertas y esquinas del hotel victoriano.
Guardo unos minutos, dejando que el crepúsculo pinte de tonos cálidos el cielo. Con esmero, calzo mis pies en unos zapatos de tacón moderado y me abrigo lo más rápido que mis manos me permiten.
Con gracia cuidadosa, giro el pomo de la puerta, dejando que el aroma cálido de la madera antigua acaricie mis sentidos. De manera cauta y advirtiendo que nadie pueda descubrirme, avanzo por el pasillo iluminado por las tenues lámparas de aceite, cuyas llamas danzan en sincronía con el suave crepitar de las chimeneas cercanas.
Aunque jamás me haya percatado de los misterios que aguardan en el polvoriento desván, si es que hay, avanzo sin titubear, con la mirada erguida como si tuviera clara la dirección a seguir y el camino a recorrer, evitando cualquier desvío involuntario.
La presencia de los huéspedes cada vez es menor, permitiéndome entrever que tal vez los fantasmas que deambulan por este lugar reclaman con firmeza su territorio, mas, se debe al implacable invierno que crece conforme avanzan los días. La gélida mordedura del frío y el manto de nieve que envuelve los alrededores dificulta la llegada de los nuevos visitantes. En medio de este silencio creciente, las paredes victorianas parecen susurrar tranquilidad, contribuyendo a que mis pensamientos encuentren un sosegado orden.
Las pequeñas escaleras que suben al piso superior me esperan, pacientes a sentir mi peso sobre sus viejos escalones. Apoyo mi mano en la barandilla, su textura es suave pero firme. Avanzo con lentitud, abriéndome paso entre la poca luz que desprenden las gastadas lámparas que adornan las paredes.
El eco de mis tacones resuena en el pasillo, un sonido que inmediatamente llena el espacio en una sensación de intrusión. Cada paso parece resonar más fuerte de lo deseado, y me veo envuelta en una cacofonía no deseada. Las puertas del servicio pasan de largo entre mis pasos, pero mi atención se centra en una en particular.
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Editado: 04.12.2024