Franco
*
Ha sido la semana más larga de mi vida.
No, mentira.
La semana más larga fue cuando «las bebés» llegaron a mi vida con sus maletas gigantes, música a todo volumen, bailes y retos para las redes sociales. No sabía si ayudarlas a acomodar la ropa o escaparme por la ventana del baño; admito que la idea de caer desde la planta alta me pareció más tentadora que ayudarlas a instalarse en el departamento.
Solía tener un estudio. Mi sitio seguro para ensayar los libretos que terminaba arruinando a la hora del casting; ahora es la habitación de «las bebés». Sus camas las trajeron de su hogar, todo lo demás se vendió para tener un dinero de reserva porque sus padres estaban en banca rota.
Ahora todo tiene tanto sentido.
El taxi se detiene frente a la televisora, pago y me encamino a la puerta principal. Por la noche el sitio no se encuentra tan concurrido, pero hay varios empleados que se desvelan para adelantar trabajo, así como me tocará.
Marianne me citó para una grabación de última hora. Hubiera preferido quedarme en casa ensayando mi libreto para el casting de mañana, pero Manolo y Silvia casi me amarraron al taxi para venir cuando se enteraron de que me había llamado mi jefa.
Ah. Y Silvia… ahora quiere enseñarme todos sus secretos de maquillaje. Siento que mi vida gira en el centrifugado de una lavadora y que no planea parar pronto. Poco a poco estoy perdiendo el control.
Me identifico con mi gafete con el chico de seguridad y recorro los pasillos hasta el estudio de televisión. Son pocas las personas, pero aun así no parece que sea de noche. Nunca me imaginé que realmente tantos estuvieran trabajando a estas horas. En apenas dos horas será medianoche.
La televisión es agotadora.
Las puertas del estudio están abiertas. Entro y… no hay nadie. Está vacío; pero los reflectores se encuentran encendidos. Mis pasos son el único sonido que se fusiona con el zumbido de esas enormes luces que iluminan el plató con la escenografía de cada mañana. Son varios escenarios, cinco en total, pero sólo se encuentra iluminado uno.
Tal vez entendí mal.
Reviso el mensaje de Marianne. No. Me citó aquí a las diez de la noche y he sido puntual, ¿entonces?
Manolo y Silvia se han quedado de niñeras con «las bebés». Mi ex jefa me ha ayudado a encontrar a otra alma incauta para cuidarlas durante mi horario laboral, pero no creo que dure demasiado. Hoy se fue furiosa porque Valentina estuvo mirando a todo volumen «El juguetero del diablo» en la televisión y la niñera es sumamente religiosa; menos mal que no la vio riendo con «El exorcista», esa la empezó a ver después. Por supuesto que se negó a cuidarla por la noche.
Quizá mañana llegue con agua bendita para practicarle un exorcismo. Nunca se sabe. Tal vez lo necesita, a veces creo que sí.
«Hermano, debías quedarte con tus hijas», pienso con un dolor pesado en el pecho.
—Franco.
La voz de Marianne me saca de mis pensamientos. Camina hacia mí y viste de forma casual como sólo la puedes ver llegar a la televisora por las mañanas, pero dura así apenas unos minutos hasta que se coloca el vestuario del día. Esta noche porta una falda de mezclilla hasta la rodilla y una camiseta holgada en color blanco, luce mucho más joven.
Recuerdo que pensé que debía ser igual de hermosa sin maquillaje y es verdad. También es posible verla así por las mañanas, sólo unos minutos hasta que se transforma en la sexy presentadora de televisión que posee la sonrisa más hermosa de todo el programa.
Qué ridículos y ñoños pueden ser mis pensamientos.
Y suspiro.
—¿He llegado muy temprano?
—No, llegaste a la hora precisa —responde frente a mí. Debe levantar la cabeza para mirarme a la cara, pero no demasiado. Es una mujer alta y esbelta—. ¿Estás emocionado por mañana?
—Eh, sí… —Encojo los hombros—. Eso creo.
—¿Ya estudiaste el libreto?
«Eso estaba haciendo hasta que me citaste aquí».
—Algo así.
Marianne hace un asentimiento, señala el plató y camina hacia ahí. La sigo en silencio y tomo asiento en el sofá que indica ella.
—Bien, entonces estudiaremos.
—¿Cómo? —Mi sorpresa es genuina. No entiendo—. ¿Estudiar? ¿Qué? ¿Por qué? —Miro alrededor—. ¿Aquí?
Marianne se deja caer en el otro lado del amplio sofá, toma unas hojas de la mesa en un costado y me entrega algunas.
Es el libreto.
»Pero…
—Pedí una copia —dice ella—. Son unos buenos amigos, más o menos… —ríe y menea la cabeza—. Bueno, uno de ellos ha intentado salir conmigo por años, pero no me gusta el ruido que hace cuando come.