La ira y el terror bullían en mi sangre como serpientes en una olla para sancocho. Estúpida puritana… si al final nos casábamos, ¿qué importaba esperar? ¡Maldición!
Pulowi… esa cosa arruinó todo lo que planeé con esmero.
Hizo bien en llevarse al más viril de todos, Lucas. Por suerte yo no estaba tan cerca de ese maldito Jagüey… él sobreviviría, eso era seguro. Se largaría apenas tuviese la mínima oportunidad o la reventaría a golpes desde adentro. Para algo debía servir todo ese músculo del que tanto alardeaba. Yo… yo jamás sobreviviría a algo así.
El viento de la Guajira soplaba como un lamento antiguo, levantando nubes de polvo que se colaban por las rendijas del Chevy. La tierra seca crujía bajo las ruedas, como si el camino mismo quisiera advertirme.
¡Maldición!
Frené de golpe. Los cauchos chirriaron contra el sendero de tierra, y el eco se perdió entre los cactus y los cardones.
—¿Qué mierda? —susurré, con los vellos erizados como temblorosas ramitas mecidas por el miedo.
Una figura yacía junto al camino. Su melena negra y enmarañada como raíces de ceiba, se mezclaba con jirones de tela sucia que se aferraban a su esbelta figura. El vestido, alguna vez prístino, era ahora un trapo raído, mugriento, como si la tierra misma lo hubiese devorado y escupido.
Levantó el rostro… ¡Dios! Jamás había visto mujer más hermosa. Sus ojos, húmedos y brillantes, eran del tono de los más dulces ámbares que han existido. Llorosos y suplicantes. Venus, afrodita, Cleopatra… ninguna se le comparaba. Su piel dorada resplandecía como el trigo bajo el sol del mediodía. Sus labios, rojizos como fresas recién arrancadas. La mujer entreabrió sus labios, y cada movimiento parecía ralentizado por su mera presencia.
—Ayuda… por favor —rogó, y sus dientes nacarados brillaron como perlas recién pulidas.
El aire olía a sal, a tierra caliente, a algo más… algo podrido, oculto entre algún matorral o parcela de tierra. Apagué el auto y salí de un brinco. Mi dulce princesa… ¿qué clase de salvaje se atrevió a lastimarla? No importaba. Debía salvarla.
—Aguanta un poco —dije al llevarla en brazos, hasta dejarla acostada en el asiento trasero, y mientras le ajusté el cinturón continué diciéndole—: Te llevaré a un hospital, todo estará bien…
Mi dulcinea.
Quería darle el apodo perfecto, aunque aún no. Ella no me conocía. Lo principal era comportarme como ese caballero de armadura dorada que la protegería de cualquier persona… o cosa, que se atreviese a lastimarla.
—Gracias —susurró con voz aterciopelada—. Estaba tan asustada… no tengo palabras suficientes para agradecerte.
—Siempre a la orden… no podía dejarte allí.
—¡Eres tan amable! —respondió ella, con adoración en su mirada ambarina.
Ella solía verme así… Estefanía. ¿También fue devorada por Pulowi? La abandoné y a Vero. Las dejé allí, hui como un Cobarde. Mis manos se apretaron contra el volante y la camioneta se tambaleó.
—¿Estás bien? —preguntó la joven.
—Sí —mentí. Me pareció ver una sonrisa maliciosa en su rostro. Parpadeéy solo la preocupación nublaba sus dulces ámbares.
—¿A ti también te atacó? —inquirió ella.
—¿Qué cosa? ¿Pulowi? ¿Fue quién te hizo eso?
—No… ella no me haría tal cosa. Entonces fue Pulowi con quien te topaste… —murmuró pensativa.
—¿Qué quieres decir? ¿Hay más cosas aquí? —demandé, aterrado.
—Y peores… En noches como estas, toda clase de criaturas recorren la Guajira y los llanos venezolanos. Buscan víctimas humanas. Aquellos con un corazón negro y corrompido —rio ella, su risa me heló la sangre—. A los degenerados y traidores, crueles y ambiciosos… ésos que…
—¿Quién eres? No… ¿qué eres? —interrumpí sus palabras con el corazón en la garganta. El aire se volvió denso, como si la atmósfera misma contuviera la respiración.
—¿Yo? Una víctima, al igual que tú…
Respiré de forma ruidosa, como si mis pulmones se llenaran de arena. Ella era como yo. Ella era…
—Siempre fui una esposa devota y protectora, complaciente en todo lo que mi esposo alguna vez necesitase… —sus palabras me atravesaron como espinas de cardón. Casada, una mujer con dueño—. Y buena hija… hice tanto por ellos… y un día, yo era el hazme reír del pueblo. La cornuda.
—¿Tu esposo con tu madre? —indagué, incrédulo.
—Sí —musitó entre lágrimas. Sus lágrimas parecían evaporarse antes de tocar su piel, como si el calor de su historia las consumiera.
—No llores, yo te ayudaré. Vamos a que traten tus heridas y luego… puedes quedarte en mi casa. Mis padres son buenos policías. Vamos a encargarnos de ellos. Todo estará bien, ¿vale?
—Tan dulce —bisbiseó ella, y su voz parecía envolverme como un canto de sirena.
Por un rato estuvimos así, callados. Solo el ruido de las ruedas sobre el sendero, como tambores lejanos. Ya faltaba poco… veinte minutos hasta la carretera, veinte más al pueblo. Cuarenta minutos. ¿Nos daría chance? Pulowi no estaría siguiéndonos… ¿o sí?
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Editado: 08.10.2025