No elegí ser madre soltera. Pero desde ese día, decidí que sí iba a ser la mejor madre posible.
Ser madre soltera no estaba en mi lista de metas de vida. Pero si fuera un curso en línea, ya tendría un diploma enmarcado. Me hicieron promesas más grandes que el mundo, pero una mujer enamorada se cree todo.
Era invierno. Uno de esos fríos que te atraviesan hasta el alma, aunque lleves calcetines con dibujitos de unicornios. Tenía veintiséis años, estaba embarazada de cinco meses y, por primera vez en mi vida, había decidido usar pantalones anchos todo el año. Si. Me habían abandonado. No. No era un tótem vudú ni una maldición ancestral. Era un hombre. Un hombre con sonrisa bonita, ojos verdes y un récord mundial Guinness en desaparecer cuando las cosas se ponen serias.
Él se llamaba Andrés. Andrés, el tipo que me dijo "te quiero" mientras yo le contaba que estaba embarazada, y luego "no estoy listo" cuando terminé de decirlo. Andrés, que me dejó un mensaje de voz diciendo que “esto era muy grande para él”, como si hubiera pedido adoptar a un elefante y no tener un bebé con alguien que decía amarme. Andrés, que tres semanas después publicó una foto con su nueva novia en Tailandia, comiendo insectos y besándose bajo palmeras. (Nota mental: si alguna vez tienes que dejar a alguien, por favor no lo hagas con una foto en Instagram. Es de mal gusto. Duele mucho, ni te imaginas que mal me sentí al verlos)
En fin. Allí estaba yo. Embarazada. Sin pareja. Con una cuenta bancaria que más parecía un chiste triste y un sofá donde dormir. Pensé: “Esto va a ser divertido”. No lo fue.
El principio del fin
Todo empezó lindo. Muy lindo. Demasiado lindo. El típico romance de película barata: cafés compartidos, risas en la cocina, planos de futuro escritos en servilletas. Yo soñaba con viajar, escribir, tener un pequeño estudio de edición literaria. Él quería hacer aplicaciones, ganar dinero rápido y mudarse a Silicon Valley.
Y claro, cuando dije “estoy embarazada”, todo cambió. Hubo silencio. Largo. De los que se pueden cortar con una cuchara de postre. Luego vinieron las palabras: —Valeria… esto es inesperado. -Si. Como un paraguas en día de lluvia. —Necesito tiempo. —Tiempo para qué? ¿Para que nazca y lo devuelva? —No sé cómo ser papá. —Yo tampoco sé cómo ser mamá. Pero aquí estamos.
Un mes después, se fue. Literalmente. Se mudó a la casa de un amigo. Y luego a otro continente. Y ahí me quedé yo. En medio de náuseas matutinas, antojos de helado de aguacate y la peor ruptura de mi vida.
La promesa
Fue una noche cualquiera. Estaba sola. Jimena aún no tenía nombre. Solo pataditas dentro de mí. Estaba sentada en el suelo de mi departamento, rodeada de paquetes de galletas vacías, un termo de té frío y una carta que nunca enviaría. La escribí igual.
"Querida futura hija mía,
Te escribo esta carta porque hoy aprendí algo importante: no puedes depender de nadie más que de ti misma.
Tu papá decidió que no quería esto. Ni a ti, ni a mí, ni a nuestra vida juntos. Y aunque duele, no voy a odiarlo por eso. Voy a aprender de ello.
Voy a ser fuerte. Te voy a criar con amor. Y jamás, jamás, permitiré que otra persona decida mi felicidad por mí.
Porque tú y yo vamos a estar bien. Porque tú y yo vamos a estar bien. Porque dos Porque somos suficientes.
Te amo antes de conocerte Y siempre lo haré.”
Guardé esa carta en una caja de zapatos junto con su primer vestidito. Una caja que desde entonces llamo: “El cofre de las promesas”.
Lo que perdí
Perdí muchas cosas ese año. Perdí mi trabajo en la editorial, porque necesitaban a alguien “más flexible”. Traducción: alguien que no esté embarazada. Perdí amistades que no entendieron por qué ya no podía salir todos los fines de semana. Perdí la ilusión de tener una familia tradicional. Pero también encontré cosas nuevas. Encontré fuerza. Encontré claridad. Encontré una forma de amar que no depende de anillos ni promesas verbales. Encuentro con Jimena.
Epílogo temporal
Ahora, cada vez que Jimena dice “yo estoy bien” aunque no lo esté… Cada vez que juega sola con sus muñecas, inventando historias de madres ausentes y niños valientes… Cada vez que me mira con esos ojos enormes y me pregunta: “¿Tú también te sientes sola?” Recuerda que todo empezó así. Con una promesa. Con una carta. Con una mujer que decidió que, pase lo que pase, ella y su hija iban a estar bien.
Porque somos dos corazones heridos. Pero también somos dos guerreras. Y cuando las guerreras nos unimos, cariño, vamos a salir adelante. Creélo.
Porque el cambio no siempre viene con fuegos artificiales, sino con pequeños pasos : una charla entre madres, una sesión de terapia, un vecino que llama a tu puerta con café y una pregunta honesta.
Porque demuestra que pedir ayuda no es caer, es levantarse.
Porque da voz a esa parte de ti que susurra: “No puedo con esto sola.”
Pero también grita: “Tampoco quiero seguir así.”
Manual de Mamá para no Rendirse.
Hoy aprendí que el abandono no define tu valor. Que las promesas rotas no tienen por qué romper tu futuro. Y que, a veces, el acto más valiente es mirarte al espejo y decirte a ti misma: "Vamos a estar bien."
No dejes que el miedo a la soledad te impida construir la vida que te mereces. El cambio no siempre viene con fuegos artificiales, sino con pequeños pasos: una charla entre madres, una sesión de terapia, un vecino que llama a tu puerta con café y una pregunta honesta.
Porque pedir ayuda no es caer, es levantarse. Y esa fuerza que susurra “no puedo con esto sola” también grita “tampoco quiero seguir así”.
Paso para no rendirse hoy:
Identifica una promesa incumplida que te dolió.
Transfórmala en una nueva promesa para ti misma.
Y empieza a honrarla, un pequeño paso a la vez.
Editado: 20.06.2025