A la mañana siguiente de la reapertura, la mesa larga del fondo volvió a llenarse como cada jueves. Cuatro sillas ocupadas, una libre —siempre la de Teresa, nadie la tomaba— y una tetera que ya había visto demasiados inviernos.
—¿Entonces, qué les pareció? —preguntó Elvira, doblando la servilleta con manos finas y venas que hablaban de años en la costura.
—No es Teresa —dijo Ernesto, que había sido maestro de química y ahora hablaba como si todo tuviera estructura molecular—, pero la chica... Valeria, ¿no? Tiene algo.
—Tiene fuego —dijo Cata, la del bastón rosa—. Yo la vi temblar cuando dijo “hola, tribu”. Pero lo dijo bien. Eso es lo que importa. Que tiembles, pero lo digas.
—Va a necesitar apoyo —interrumpió Hugo, el de la gorra de cuadros—. Porque una cosa es abrir el café, y otra es sostenerlo.
—Pero no está sola —dijo Inés, bajita y con gafas de aumento que la hacían ver siempre sorprendida—. Tiene al equipo de Teresa, ¿vieron? A la panadera, la que siempre le pone canela a escondidas. Y al chico de los cafés... el que siempre pone dos azucaritos sin que le digas nada.
—Y tiene algo más —agregó Cata—. Tiene un nombre. “Café y Tribu”. Eso es un llamado. Eso nos incluye.
Se hizo un silencio.
De esos que duelen un poquito, como cuando uno recuerda lo que le falta.
Porque aunque el café seguía igual, algo ya era distinto.
No había solo nostalgia ahora.
Había futuro.
—¿Ustedes creen que lo logre? —preguntó Ernesto.
—Yo sí —respondió Elvira—. Y por eso ya tejí unos manteles nuevos. Para la barra. Con hilo viejo y esperanza nueva.
—Yo voy a ofrecer talleres de dibujo para niños los sábados —dijo Inés—. No me pagan. Pero tampoco me importa. Si el lugar prospera, todos prosperamos.
—Y si sube el precio, pagamos —sentenció Cata—. Porque uno no solo paga por el café. Paga por sentirse parte. Y yo, sinceramente, hace tiempo no me sentía parte de nada.
Los demás asintieron.
Todos, menos la silla vacía.
Pero esa silla también decía mucho.
—Yo ya hablé con el club de lectura —dijo Hugo—. Vamos a venir una vez por mes. Comprar café, traer libros, hacer ruido. A veces lo mejor que uno puede hacer por alguien que empieza, es estar. Y gastar un poco.
—Eso que dijo el hijo de Teresa... que ahora también importa lo económico... —añadió Ernesto—. Bueno, yo quiero que les vaya bien. Porque si les va bien a ellos, el barrio respira distinto.
—Y además —suspiró Cata, como si revelara un secreto—... la vida de Teresa fue muy grande. Merece dejar algo más que un cartel en la puerta. Merece dejar una comunidad.
—¿Una tribu? —preguntó Elvira.
—Exacto. Una tribu.
Y entonces brindaron con sus tazas.
No hicieron ruido de choque, porque las tazas eran de loza vieja y nadie quería romper nada.
Pero el gesto fue claro.
Un brindis por algo que apenas comenzaba.
Y que ya era de todos.
Editado: 26.06.2025