Tienes que aprender las reglas del juego y después jugar mejor que nadie —Albert Einstein.
CAPÍTULO V
—🕊—
Mi cabeza no dejaba de pensar en la anoche anterior, algo estaba pasando ¿Quién iría al bosque en mitad de la noche? Y con capas negras como camuflaje. ¿Podría ser alguna sexta o ritual? Me froté la cara con frustración, durante el día solo me había dedicado a limpiar y ordenar el sótano, saque varios álbumes de fotos y unos cuantos libros de cuando era niña, dibujos y cuentos sin importancia.
El día pasó tan rápido que perdí la noción del tiempo, Astro estuvo a mi lado en todo momento. El chico del bosque se adueñó de mi mente en varías ocasiones y la fiesta en unas horas aún estaba en duda.
En fin, mi cabeza tenía tantas cosas que estaba por explotar.
—Ey amigo —acaricie a Astro en la cabeza, tenía demasiado pelaje pero eso no evitó que lo apretara contra mí en un cálido abrazo, era como estar arropada con una gruesa manta de pelusas —Me alegro de que estés conmigo, me hacia falta un amigo, aunque no entiendes ninguna palabra de lo que te digo, eres grandioso escuchando —sonreí un poco y le di un beso en la cabeza. Mi espalda descansaba contra la orilla de la cama y el frío piso debajo de mi trasero se estaba haciendo cada vez más incomodo.
La habitación era un desastre, con muchos vestidos sobre la cama y algunos en el piso, al parecer mi madre amaba los vestidos y como había dicho antes —Era una mujer muy elegante —cada vestido era diferente y de diversos colores. Si era un baile suponía era algo decente y refinada ya que el alcalde la organizaba. No recuerdo mucho sobre él, pero sé que tenía una hermosa casa y una hija de mi edad, lo sé porque mi madre me llevaba a jugar en varias ocaciones con ella ¿Cómo sería ella ahora? ¿Amable? ¿Simpática? ¿Se acordará de mi?
—¿Tu qué crees? —agarre un vestido naranja y otro blanco para mirar al perro quien no dejaba de sacar su lengua, puse el vestido naranja frente a mi —Lo sé, a mi tampoco me gusta el color naranja —lo lancé a la cama ante su ladrido y puse frente a mi el blanco; se veía tan limpio y suave que se me antojó usarlo.
Me probé la mayoría de los vestidos, algunos se amoldaban a mi cuerpo y otros me quedaban un poco grandes, pero ya sabía cual escogería. Mire el reloj que apuntaban a las ocho y cuarto de la noche ¡me había perdido el ocaso! Bueno en realidad desde que llegue a Brasov mi rutina y costumbres cambiaron drásticamente, pero tenía la esperanza de ver el atardecer cada día.
Salí de la ducha con la toalla alrededor de mi cuerpo y me acerqué al espejo, estaba empañado y con algunas gotas de agua. No había visto mi reflejo desde el día que me encerraron en el internado, no había ningún espejo, ni en las habitaciones, ni en los pasillos y si llegaban a encontrarle aunque sea un trozo de espejo a una estudiante, eso era un castigo prometido. Todo el lugar era sencillo y vacío, un lugar deprimente que te hacía cuestionarte a ti mismo sobre tu existencia en cada momento.
Celeste solía decir que tenía ojeras y unos ojos muy azules, como lo profundo del mar y yo le contradecía, objetando que el mar era transparente, que solo se veía así dependiendo de cuánta luz absorbiera, Mientras más profundo era el mar el agua parecía más azul porque las moléculas del agua absorbían primero la luz roja y ultravioleta, y después los colores amarillos, verdes y violetas. Ella me callaba con un beso y me ordenaba a dejar mis teorías científicas y que solo agradeciera por su cumplido. Mi corazón se contrajo al recordarme cuánto la extrañaba.
Pasé mi mano sobre el espejo, limpiándolo, mi pálido rostro se reflejó en él y por instinto mi otra mano fue directo a mi rostro, para asegurarme que lo que veía ahí era real. Y si, tenía ojeras, aunque no se notaban muchos porque estos días había dormido a gusto en la cama de mis padres, tracé mi dedo bajo mis ojos, mejillas y me detuve en la nariz, mi reflejo mostraba una nariz respingosa cubierta por algunas pecas desde la punta con una curva ligeramente hacia arriba, hasta llegar un poco a mis mejillas. Mis labios eran un poco gruesos, sin contar lo pálidos y resecos que estaban.
No entendía porqué Celeste solía decirme que yo era como ver a una muñeca de porcelana ¿será por el físico? O porque en realidad estaba vacía por dentro....
Sequé mi cuerpo y me coloqué el vestido blanco que se ajustó perfecto a mi delgado cuerpo, era un poco holgado en el pecho, ajustado en la cintura y suelto desde mis caderas hasta arrastras el suelo. Nunca antes había utilizado una ropa que mostrara más allá de mis brazos, sonreí al pensar en las Monjas si me vieran con este vestido, seguro no saldrían del cuarto de rezos en días.
Quité la sábana blanca que cubría la peinadora de mi madre y tosí a causar del polvo, todo estaba en su lugar, los perfumes, el cofre donde guardaba sus prendas y a un lado un montón de maquillaje. Agarré un labial rojo, no era rojo sangre, más bien era como un rojo vino, ni tan claro, ni tan oscuro y me puse con cuidado.
Después de pelear y maldecir un millón de veces por no controlar los tacones me los quité y los lancé a una esquina. Ya estaba, me quedaría mejor en casa.
—Odio al mundo —hablé, me miré nuevamente al espejo, me veía ridícula. Agarre mi trenza y la solté, dejando caer el cabello con ondas en cada costado de mi cara. Esta no parecía yo, pero a una parte de mi le gustaba.
Me puse los tacones, unos no tan altos, y caminé hacia la puerta junto a mi pequeña cartera de mano —Te dejaré cuidando la casa, no te muevas de aquí —señale a Astro con un dedo, el se sentó y volvió a sacar su lengua. Ya le había asegurado de dejarle comida y agua, así que cerré la puerta con llave, para subirme al auto con dificultad, no quería arruinar el vestido de mi madre.