La mañana engullía a Jholla, la luz entrando por su ventana la cegaba y los gritos de su perro le molestaban. Tomó su celular y se dio por ver la hora, siete de la mañana. Se levantó del duro suelo y con un ágil, pero apresurado, movimiento irguió su postura. Salió cuidadosamente de su cuarto, pues parecía como si un tornado se hubiera quedado a dormir.
Entró a su cocina, el ambiente se tonaba de un chillante amarillo, observando el desastre que ella misma había causado al llegar a casa. ¿Por qué había hecho aquello? No lo recordaba. Se aproximó en pasos tambaleantes al frigorífico, dentro se encontraba prácticamente vacío—pues ella había tirado y derramado la mayoría de alimentos por todo el lugar— rescató solamente una pequeña botella de arsénico diluido en saborizante de fresa, su favorito, seguido le dio un enorme trago, el trago paso lento y de forma rasposa. Seguido se preparó para ir al trabajo.
Buscó entre su piso alguna prenda que no denotara tanta suciedad; encontró una falda negra, una blusa de tirantes rosa, un saco de pana en color mostaza y su botines marrón de siempre. Con un cepillo dio unos cuantos tirones de su cabello, y estaba lista. Ya había pasado una hora desde que despertó.
Caminó hasta la puerta, pero algo estaba mal. El pequeño pasillo tomaba kilómetros de distancia con cada paso que daba, su respiración era anormal y acelerada, su estómago se reducía cien veces más que su tamaño normal, su vista la mareaba y se volvía engañosa, los cólicos la volvían loca, su aliento apestaba a ajo, su cabeza explotaba con cada sonido, entonces recordó.
Las pastillas.
Se arrodilló y de esa forma, gateando, buscó por el desordenado lugar indicios de las pastillas. Arrojaba frascos, vasos, ropa ¡las pastillas! Se gritaba para permanecer despierta, la ansiedad la consumía, esas pastillas ahora eran su nueva vida. Levantó las dos manos para sostenerse en la mesa, después se re incorporó y vio su salvación. Sin pensarlo sacó de aquel frasco blanco cinco pastillas amarillas y, sin agua, las metió en su boca para masticarlas y tragarlas antes de desfallecer. En un tris sintió el dolor más intenso inimaginable, cuchillas raspando su piel sin atravesarla por completo, su sangre hirviendo desde dentro, como si sus uñas fueran arrancadas una por una en varios jalones. La conciencia era demasiada para seguirla cargando, cayó sobre la mesa para cerrar los ojos y abrirlos en otro momento.