Al salir de mi cuarto, me encontré con un colchón de pétalos rosas cubriendo el suelo. Las sirvientas estaban reunidas frente al árbol de cerezo que había aparecido de la nada en nuestro patio.
—¿Así que realmente me lo regaló? —susurré en voz baja, incrédula.
—Es hermoso, ¿no crees, Marina? —Ortencia recogía pétalos con una sonrisa infantil.
—No, no lo creo —bufó Marina—. Lo que sí creo es que llegaremos tarde si seguimos embobadas aquí.
Me acerqué al árbol. Toqué su corteza áspera y no pude evitar sonreír.
Quizás no todo en este palacio sea tan malo…
Caminando rumbo al ala del primer príncipe, noté algo extraño: el rastro de pétalos rosas no terminaba allí. Provenía desde el ala prohibida.
¿William… es el segundo príncipe?
Imposible. No da miedo.
Y sigo viva.
Quizás es un guardia personal o algo similar…
—¡Cristina, hay que entrar! —Marina me jaló con brusquedad del brazo.
Entramos al cuarto del primer príncipe y me distraje por un instante con todo el oro y jade que lo decoraban. Demasiado para una sola habitación.
—Así que tú eres la nueva sirvienta —una voz grave y arrogante me sacó de mis pensamientos. Henry se acercó—. Eres tan bella… podrías entrar al harem si te portas bien —me levantó el mentón con dos dedos.
Sonreí con esfuerzo.
¿Qué es el harem?
—Tráeme agua —ordenó, señalándome con la barbilla.
—¿Yo? —pregunté.
—Sí, tú, la nueva.
—Mi nombre es Cristina, Majestad.
Ortencia me empujó sutilmente con el codo y negó con la cabeza. Ya era tarde.
Henry sonrió.
—Me agradas, muchacha. Tú —miró a Ortencia—, la que está al lado de Cristina. Tráeme el agua.
Ortencia asintió rápido y se fue.
—Ven, Cristina. Charlemos —me indicó la silla frente a él.
Sin mostrar temor, me senté.
—Sé que eres nueva. ¿Cómo te están tratando los demás? ¿Te enseñaron lo necesario?
—Sí, son muy amables.
—Me enteré de que alguien puso un árbol de cerezos en tu residencia. ¿Sabes quién fue?
—Lo vi al salir esta mañana. La verdad, no sé quién pudo haber sido. No conozco a muchas personas aquí.
—Cierto —rió bajo—. Qué curioso.
De repente, se acercó y me tomó de la barbilla otra vez.
—Con esos ojos, esa piel, ese cabello… ¿cómo es que no estás ya en el harem?
—Disculpe, Majestad. No entiendo a qué se refiere con eso.
Sonrió con arrogancia.
—El harem es donde se reúnen las damas más bellas para complacer al Rey, o en este caso, al príncipe. Si eres parte de él, tienes tu propio cuarto, joyas, vestidos… y el amor del príncipe.
—El amor compartido del príncipe —repliqué.
—Veo que tenemos a una niña celosa por aquí.
—No soy celosa —fruncí el ceño—. Solo que no me gustaría compartir a mi hombre. Y no deseo ser parte del harem.
Su expresión se oscureció.
—No puedes rechazarme, Cristina. Desde que entraste aquí, ya eres mía. Tu vida me pertenece.
—Mi vida solo me pertenece a mí —respondí, firme.
Me miró molesto… pero luego sonrió. Esa sonrisa falsa que oculta un veneno.
—Eres una niña inocente —me tomó por la cintura, acercándome a él sin darme tiempo de reaccionar—. Bienvenida al harem, pequeña princesa. Puedes llamarme Henry.
Y entonces, me besó.