La luz del sol que se ocultaba tras las nubes empezaba de a poco a extinguirse, y fue entonces que ella hizo su aparición. Me giré para asegurarme que fuera ella, pero no tenía ganas de moverme ni decirle algo. Se quedó quieta un momento, dudando si acercarse o decir algo, entonces comenzó a avanzar con lentitud hacia donde estaba yo. Se detuvo a un metro de distancia y se arrodilló para poder observarme mejor, ya que aún había luz suficiente para ello.
– Luces muy enfermo aún. Y muy pálido –dijo.
¿Cómo decirle que mi palidez era normal? Aunque bebiese toda la sangre del mundo eso no iba a cambiar demasiado.
– Ven conmigo –suspiró, poniéndose de pie y extendiéndome una mano.
En verdad pensaba que era demasiado inocente, la reina de las ingenuas y de buen corazón. Estaba convencido de que aunque supiera a qué tipo de criatura ayudaba, lo haría igual. Bajamos a paso lento, ella sabía que aún no recuperaba del todo las fuerzas. Al llegar a su habitación dijo que me acostara en su cama y que ella pronto volvería.
Hacía tanto tiempo que no me recostaba en algo tan suave… Sentía como me hundía en su suavidad, era tan cómoda que no deseaba volver al ático, pero sabía que era imposible quedarme allí más tiempo. Los ojos se cerraban solos, solo deseaba sucumbir en la profundidad del cobertor y el colchón, pero por suerte pronto llegó ella con una bandeja y un buen plato de comida, el cual consistía en un bife, arroz y variadas ensaladas. Se veía muy nutritivo, un manjar para cualquier humano, pero lo único que disfruté profundamente fue el trozo de carne, aunque cocido no era tan agradable para mí.
– Muchas gracias –dije cuando terminé – ¿Lo has preparado tú?
– No, mi madre preparó la cena pero le dije que comería arriba, que tenía mucha tarea.
– No debiste traerme tu alimento.
– No tengo hambre, descuida.
Era dulce y gentil, aunque me daba cuenta que también era algo terca, así que no insistí. Después de comer ella retiró la bandeja dejándola en la mesita junto a la cama y se sentó en el escritorio, dándome la espalda. Supuse que en verdad tenía tareas que hacer y no quería importunarla más, por lo que me puse de pie lentamente y le dije desde mi distancia que volvería al ático para no distraerla. Ella se puso de pie para acercarse e insistió en que no era molestia, que debía descansar, pero honestamente empezaba a sentirme mal con tanta atención, en especial porque en el fondo lo único que quería era clavarle los dientes y beber su sangre. Tomé su mano y me agaché para poder besarla en señal de mi profundo agradecimiento y como despedida temporal, le dije buenas noches y subí al ático sin oír ninguna otra réplica de su parte.
A la mañana siguiente ella volvió con el mismo desayuno del día anterior, aunque cargaba con algo dificultad un segundo sándwich.
– No pareces mejor –dijo algo angustiada – ¿Cómo puedo ayudarte mejor?
La miré profundamente a los ojos, desesperado por revelarle lo que en verdad necesitaba, o algo que se le pareciera lo suficiente. Cualquiera de las dos cosas sonaría extraña y demasiado sospechosa, pero su mirada tan serena y sincera me hizo sentir demasiada confianza, o al menos lo suficiente como para solicitarle, si es que era posible, un pedazo de carne cruda, “bien jugosa y bien viva”, pensé. Ante mi petición, una sombra de extrañeza le cubrió el rostro, no dijo ni una palabra pero se retiró con la misma expresión de pavor. Me maldije por ser tan estúpido, de seguro ahora sí no volvería a ayudarme, así que me puse de pie para buscar la manera de huir por la ventana mientras le daba grandes bocados al pan, nuevamente generoso en el fiambre.
Oí un ruido desde abajo, de seguro ahora si volvía con pavor y acompañada de alguien más, sin embargo el aroma que la acompañaba no provenía de otra persona, sino del pedazo de carne cruda que yacía sobre un plato blanco que cargaba.
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Editado: 24.07.2019