La vista del Palacio de Westminster era magnífica desde el otro lado del Támesis. Era muy tarde, casi no había tráfico ni personas circulando y el contraste de su luminosidad con la oscuridad de una fría noche de invierno me tocaban hasta el alma. Jamás en mi vida llegué a pensar que podría estar viendo eso presencialmente, y ahora todo me parecía hipnótico. La nitidez de la luz, los matices azulinos del cielo, el sutil olor a putrefacción emergiendo de las aguas del río, las bocinas y el rugir de los autos a lo lejos, las pisadas de los que moraban bajo el edificio donde nos habíamos detenido a contemplar la escena…
Incluso parecía que el frío tenía un color diferente, aunque de alguna forma no me afectaba. Lo sentía, claro que sí, pero por alguna razón mi cuerpo ya no se contraía, no sentía la necesidad imperante de buscar abrigo y el fuego era solo una especie de sustancia tan bella y misteriosa como destructora. Su crujir era una especie de sinfonía, al igual que cada pequeña gota que caía sobre la superficie de la ciudad.
A penas pude salir de la hipnosis cuando él tocó mi mano y me miró con dulzura y satisfacción.
Me había dado cuenta que hasta entonces nunca había contemplado bien su rostro y probobablemente nunca podría haberlo hecho como lo hice en aquel momento. Las ondas de su cabello castaño oscuro escondían ligeros tonos dorados que ahora relucían para mí con la más mínima luz, su piel era tan tersa como el pétalo de una rosa pero dura como el acero, sus labios eran finos pero bien contorneados, perfectamente rosados, sus ojos marrones guardaban ciertos tintes rojos que iban en crecida en la medida que su sed aumentaba. Sin embargo, su mirada tierna y llena de amor por mi seguía intacta.
Amor… ¿amor por mí? Supongo que nunca me había dado cuenta de ello hasta que desperté.
Todo se fue apagando más rápido de lo que hubiese pensado. La última imagen que grabé fue su rostro destrozado y empapado en lágrimas, no sé cuánto tiempo pasó hasta que de alguna forma volví a despertar en un vacío oscuro y helado. Nada veía, nada oía, mis músculos estaban tensos y sentía un ardor recorrer desde mis extremos hasta el centro de mi pecho y vice versa, mientras que mi garganta se retorcía y comenzaba a apretarse, dándome una falsa sensación de ahogo. La tensión muscular no cedía, pero de pronto había dejado de sentirla y me di cuenta que estaba petrificada y que incluso la intensidad de mis pensamientos disminuía.
Finalmente había muerto, finalmente había entrado en ese estado desconocido por el hombre en el que, al final de cuentas no había nada, solo un breve estado de consciencia apaciguada que poco a poco se extinguía, un vacío negro en el que comenzaba a distinguir olores y vagas sensaciones; olor a hollín, tóxicos desconocidos y humedad, ecos alrededor que lentamente se transformaban en sollozos, el calor y el crujir de una fogata no muy lejos de mí. La muerte parecía extraña, de pronto me sentía incluso más viva que antes en especial al notar un penetrante dolor en la garganta, ¿podría ser…?
De sopetón abrí los ojos. Su rostro estaba destrozadamente sorprendido, sus labios y parte de su mentón aún estaban manchados con un líquido carmesí cuyo sutil aroma me clavaba la garganta. Todo estaba tenso, pero al oír que decía su nombre todo cambió radicalmente. Todo había cambiado.
– Es hora de ir con William –dijo sin quitar su mano de la mía, sacándome de mis recuerdos y la hipnósis en la que me había envuelto al contemplar la ciudad.
Después de todo, nuestro viaje había sido posible; después de todo, sí pasaría la eternidad junto al misterioso ser que salvé en el ático y que, de alguna forma, también me había rescatado y en más de una oportunidad.
Después de todo, la idea de la eternidad no parecía ser suficiente para nosotros; Vincent me amaba y nuestra historia a penas iba a empezar a escribirse.
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Editado: 24.07.2019