Y la vaca estaba en mi dedo

Y la vaca estaba en mi dedo

Algunos días solo necesito tomar una siesta, pero me aterra ir a dormir. Dudo mucho que sea una cosa natural el cerrar los ojos y que toda esa penumbra inusitada aparezca de cualquier incierto lugar, como las sorpresas y las mentiras. Algunas veces me siento como un rehén cuando estoy en la oscuridad, pero me gusta esa sensación; un maquiavélico susurro pretencioso que baja por la espalda.

Pero cuando estoy soñando, y me refiero al hecho de estar dentro de un sueño, todo cambia. Un mundo policrómatico que se niega a seguir las leyes de la física, que dicho sea de paso fueron creadas por simples humanos de mentes prodigiosas, toma lugar. Ese mágico mundo está lleno de mis memorias, donde un corifeo omnisciente se encarga de darles nombre, de almacenarlas y de hacerlas llegar hasta esos labios amorfos que poseo sin inmutarme. Miles de memorias que aguardan el ser contadas y escuchadas, tantas por escoger y, que incluso, podrían tener el significado del origen del universo. Pero, yo solo les contaré una.

Cierto día (o noche) me encontraba (o me desvanecía) de ese colorido mundo onírico, me sentía como si estuviese delirando en algún lugar del mundo racional, pero yo sabía que mi cuerpo físico se encontraba durmiendo plácidamente en mi mullida cama de plumas de cisne y olor a frutos rojos. Podía escuchar un extraño y torcido sonido provenir de la distancia, subiendo la montaña de caramelos y cruzando el río de vodka. El enardecedor sonido era demasiado familiar, como si a la hora de darme a luz junto con esa mezcla sanguinolenta de materia aquel rumor mortecino fuera expulsado junto conmigo.

Podía sentirlo recorrer los vellos plateados que adornan mi cuerpo como un chute de heroína. Ahí es donde me decidí buscarlo, ver de cara a cara ese inusual murmullo que adormecía el barullo del viento. Corrí a través de la montaña, justo como una canción de antaño, hasta que mis piernas decidieron realizar un golpe de estado en contra de mí, y nunca las perdoné por ello, haciéndome caer y golpear mi rostro esculpido por los dioses con el lodazal y la graba del suelo – recé a todos los dioses conocidos y desconocidos que no me infectara con alguna rara bacteria patógena –. Fue ahí donde me di cuenta de que mi mano derecha sangraba y supuraba un líquido amarillento. No podía entender a que se debía mi mala suerte, seguramente en mi infancia oriné en alguna tumba o en tierra sagrada; ya nada importaba, me dolía como una patada en las posaderas.

Cuando el dolor se alejó por completo de mi cuerpo y la sensatez entraba por donde le placía pude notar un pequeño punto, como un manchurrón, en mi pulgar. Era una vaca. Una minúscula y famélica vaca incrustada en mi pulgar, que mugía como si no hubiese un mañana. Era ella quien provocaba el asqueroso y repulsivo sonido. Traté de halarla para sacarla de ese equivocado lugar, pero algo dentro de mí comenzó a doler y con susto y enajenación la dejé justo como estaba. ¿Cómo viviría con esa cosa dentro de mí? ¿Cómo había llegado aquí? No la soportaba, quería que se fuera y me dejara en paz. ¿Cómo se lo explicaría a mi madre? Lo más probable es que me sacaría de casa, no podría vivir con la vergüenza.

Sin aviso alguno desperté, mi visión no era la mejor y mi cabeza no dejaba de dar vueltas, mi espalda dolía horrores. Me di cuenta de un detalle, de un pequeño detalle: me encontraba a la mitad de mi clase de matemáticas. El profesor, de nombre pulposo, me había lanzado su pluma de platino y me fulminaba con la mirada. Ahí es cuando me di cuenta de que me encontraba en el lugar incorrecto.

 

 

FIN

 




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