¿y si no es suficiente?

EL HILO ENTRE LOS COLMILLOS

Sumergida en una pesadilla interminable, vi a los lobos que acechaban al hombre que pedía mi ayuda. El que más resaltaba era el de pelaje negro. Sus ojos almendrados, inclinados y demasiado cercanos al centro del rostro, me observaban con una fijeza antinatural. Aquella mirada era una amenaza congelada, tensa como una cuerda a punto de romperse. El animal percibió que yo me había colocado como escudo protector frente al desconocido, y ese gesto desató su furia. Sus ojos grises, de pronto, se tornaron rojos como brasas encendidas.

Una voz dentro de mí susurró con certeza: "Estás ante un alfa". Los otros lobos tenían los ojos dorados, comunes en los betas, pero este… este era distinto. Su presencia se expandía como una sombra antigua.

Seguía atrapada en su mirada —y aun en su rabia—, había un eco de dolor. Un dolor primitivo, como si hubiera sido herido por el látigo del abandono. Me perdía en la amenaza de su mirada… y, sin entender por qué, sentía en ella una herida invisible: la del desamor.

Entonces ocurrió lo inesperado. Vi el hilo rojo. Pero esta vez no era uno, sino dos. De mis dedos meñique brotaban esos filamentos encendidos: uno conectaba con el hombre cuyo rostro seguía sin poder ver, aunque sí podía distinguir el tatuaje de un fénix resurgiendo en su espalda. El otro hilo se unía a la pata del lobo negro. Yo estaba en medio, unida a ambos por la misma hebra del destino.

Eran las seis de la mañana cuando desperté con un sobresalto y un dolor de cabeza punzante. Agradecí que ese día entrara tarde a clases. —Definitivamente, debo considerar la propuesta de Vero de alquilar un departamento cerca de la universidad —murmuré, aún medio dormida. Me arropé otra vez, pero el sueño se había desvanecido, llevándose consigo cualquier posibilidad de descanso.

Noah.

La reunión avanzaba con lentitud. En la sala, las voces resonaban como ecos lejanos para Noah. Aunque ocupaba el asiento presidencial, su atención flotaba lejos del lugar. Recordaba la cena de la noche anterior con Lucía: su risa contenida, su torpeza dulce, su forma de mirar como si viera el alma detrás del traje.

—¿Ha oído algo acerca de lo que se ha presentado en esta estancia? —preguntó Alexander Duarte de León, con un tono afilado, quebrando la ensoñación de su hermano.

—Por supuesto, —respondió Noah con calma, recobrando la postura—. Aunque reconozco que, a primera vista, la propuesta parece sólida, carece de lo que verdaderamente necesitamos: deseo. Innovación. No más de lo mismo. Mejórenla, es mi última palabra.

Se levantó, dejándolos atrás. Alexander esperó a que los demás se distrajeran con papeles y lo siguió.

—¿Buena, pero no rentable? ¡Vamos, Noah! —reclamó, frustrado, aunque sus emociones estaban contenidas tras un rostro imperturbable. Era un hombre que rara vez alzaba la voz; sus batallas eran más de fondo que de forma.

—¿Sabes qué me molesta, Alex? Que insistas con tanta vehemencia cuando tú mismo sabes que esa idea es una imitación maquillada. No necesito gráficas para ver la falta de alma en lo que han presentado.

—¿Y tú crees que todo en esta empresa debe tener alma? A veces basta con que funcione.

—No cuando nuestro sello es la excelencia —dijo Noah, girándose hacia él con serenidad cortante—. Mira a tu alrededor: líderes globales en diseño de redes, desarrolladores de hardware y software… no vamos a mancharnos con mediocridad.

Alexander apretó la mandíbula. Su voz, aunque firme, apenas rozaba lo emocional:

—¿Y cómo esperas que demuestre lo que puedo lograr, si todo lo que propongo lo miras con lupa? No soy el rebelde que todos creen. Solo estoy cansado de estar a la sombra de tu perfección.

—No estás en mi sombra, Alex. Solo necesitas enfocarte en una visión clara. Lo que falló no fue tu idea, sino tu necesidad de aprobación. Y eso, hermano, te hace vulnerable.

Lucía.

Los números y fórmulas del examen se volvían jeroglíficos ante mis ojos. Mi concentración, como si tuviera voluntad propia, me había abandonado por completo.

—¡Esto no es propio de ti, Lucía! Concéntrate en el bendito examen —me susurré, exhalando con fuerza mientras me llevaba las manos a las sienes.

El profesor Olavarría recorría con pasos lentos los pasillos del aula. Al notar mi inquietud, se acercó con su amabilidad característica.

—¿Todo bien, señorita Ruiz? La veo un poco estresada —preguntó con una sonrisa compasiva. Yo era una de sus estudiantes más destacadas y solía preocuparse por mí.

—Tengo un poco de jaqueca, eso es todo —respondí, evitando sonar más afectada de lo que ya me sentía.

—¿Tomó algo para ese dolor?

—Aún no.

—A mí me resulta eficaz un analgésico con una buena taza de café. Obra milagros. Vaya y pida uno pequeño, verá que mejora —me sugirió con tono paternal.

Ningún medicamento iba a aliviar ese malestar que sentía. Esa mañana, solo un mensaje de Noah podría devolverme a la normalidad. Cerré los ojos por un momento. La pesadilla aún se arrastraba como un eco persistente. El lobo. Sus ojos rojos. El ardor en mis muñecas…

Sacudí la cabeza, decidida a borrar la imagen. Le sonreí al profesor, acepté su propuesta y salí del aula en dirección al cafetín.

Verónica me miró con preocupación cuando me vio salir. Le hice una seña tranquila con la mano para que no se alarmara.

Una vez en el cafetín, pedí un café, tomé el analgésico y me senté un momento a respirar. Al llevarme la taza a los labios, noté el dolor: una punzada leve en las muñecas. Intenté ignorarlo, atribuyéndolo al estrés o al frío. "Nada importante", me repetí, aunque algo en mí sabía que no era del todo cierto.

Regresé al salón con una serenidad forzada. Me obligué a enfocarme. Dejé a un lado los pensamientos, el sueño, el malestar, y me aferré a las preguntas del examen como si fueran un ancla. "Debe ser solo el estrés", pensé una vez más, queriendo creerlo.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.