— ¿Te la han hecho otra vez?
— Sí, he hecho lo que me has dicho pero no funcionó.
— Pues, lo habrás hecho mal.
— No, ¡qué va! Lo he hecho bien. Creo que ya no somos los mismos.
— ¿Por qué? Mírame, mírate: ¡somos iguales!
— Sí, pero ellos no.
— Será que estás viendo mal, yo creo que no han cambiado nada.
— Sí, te lo digo, ¡han cambiado! No son iguales. Ya no hacen lo mismo que hacían antes.
— Pero, no han salido del patio, siempre han estado ahí ¿no?
— Sí, pero eso no quiere decir que ellos no hayan entrado.
— ¡Han entrado! ¿Cuándo? ¿Por qué? ¿Por dónde?
— No sé, solo es una suposición, no te alarmes.
— Pero debes hacer lo que te digo. Seguro que todo será como antes.
— ¡Qué no! ¡Qué no! ¡Qué no! ¿No entiendes? Ya no son los mismos, han cambiado.
— Pero ¿por qué? Dices que no me altere y te pones así.
— Ya hice todo lo que me dijiste y lo que no. No me hacen caso ya.
— Pero ¿y si lo intento?
— Será inútil.
— ¿No crees que debería intentarlo?
— No, ya te dije mujer, no me hacen caso.
— ¿Y si a mí sí?
— Pues, vete, todo ya terminó.
— ¿Por qué te pones así?
— Todo ya terminó, ellos ya se dieron cuenta.
— Y ¿por eso no te hacen caso?
— Sí, supongo. Vete, eres libre.
— Sí, lo soy. Yo también me di cuenta de que allá todo ya ha terminado.
— Y ¿por qué no sales?
— No estoy ya como para salir.
— Pero ¡si la guerra ya terminó!
— Sí, pero nuestros cuerpos ya se pudrieron.