Yo

YO

Frente al espejo. Ojos negros, venas marcan mi cuello, pequeñas y azules. Agua baña mi cara, salados están mis labios, mojados del dolor.

¿Qué es la maldad?

Huele a hierro, huele a tierra mojada; suenan gotas, gotas de lluvias, gotas de sangre. El dolor físico de mi brazo incrustado de cristales no se compara al de mi interior. La culpa nunca suena en mi cabeza, no existen remordimientos.

¿Qué es un crimen?

He mentido, he engañado, he robado, he matado, y aún estoy con vida. Ahora se oye el tenue quejido de mi próxima víctima, que me llama, que me suplica. Una corriente eléctrica me recorre, aún en el quebrado espejo veo mi rostro, se escucha el chirrido que hacen mis dientes al tensar mi mandíbula. No siento, duele, pero no es real. Vacía, debería odiarme, mis actos han sido crueles, mas no siento compasión, empatía.

El lento clack, clack, de mis tacones contra la vieja madera, violentan a la niña, que al ver mi larga y curvada figura aproximarse a ella, berrea con mayor vehemencia.

Su hedor tras días en mi prisión me molesta. Me niego a tocarla, manchará mi vestido. Mis ojos se desvían al arma de fuego que descansa sobre la mesa. «Demasiado rápido». Esto era algo personal, aquel engendro casi me quita a mi marido, casi lo pone en mi contra. El uso de su sonrisa angelical por poco reactiva el apego paternal de mi hombre. Su gimoteo me exaspera, no me deja pensar. Me recorre el deseo de cortarle la lengua...

La mueca de alegría se hace evidente en mi boca. —No te muevas —le pido educadamente, y en menos de dos segundos vuelvo con mi maletín.

Dulce sonido al abrirlo, mi colección de filosos juguetes en su interior. Bellos, pequeños, largos, con doble filo, con empuñaduras de metal; fríos, cómodos, con acabados de rubíes, esmeraldas y zafiros. Sublime.

Ella es una buena Diana. Yo a 20 pasos delante de su esquelético cuerpo, con una de mis herramientas en mano; la clemencia de sus ojos, la piedad resonando en mis oídos, la sonrisa de mis labios. «Adiós, Rebeca».

Al terminar limpio mis cuchillos y los pongo en su lugar. Recojo mis cosas y las meto en el maletero de mi deportivo negro. El rocío de gas ya está preparado y desde fuera incendio la cabaña. Me meto al coche y me deleitó con el arder de la madera.

De mi bolso saco el desinfectante y esparzo una generosa cantidad en mis manos, ahora ya no hay restos de sangre. Extraígo nuevamente el mechero y me deshago de los últimos restos de Rebeca en mi pañuelo de tela que quemó arrojándolo fuera del auto.

Me miro en el espejo retrovisor. Mis cejas se elevan y mis mejillas se ruborizan tímidamente, «ups», mi rímel se ha corrido, «tendré que ponerme las gafas de sol».

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En el texto hay: locura, viuda negra, envidia

Editado: 28.07.2019

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