Yo soy lo inadecuado

3. [B]ocas ardientes

Sabe que hay un antes y un después al salir de casa; a pesar que fueron los mismos seis pasos que ha dado toda la vida desde la puerta hasta el portón, los seis segundos de dar vuelta la llave y mirar alrededor. La misma rutina diaria. Pero diferente. El aire, ella misma, la situación.

Aprieta los labios y traga las lágrimas. Avanza las seis cuadras hasta el paradero y espera la micro. Afirma la mochila que su hija le dejó lista en la mañana. Pesa un poco. Mira a las personas que como ella esperan, se pregunta si todas irán al mismo sitio, le gustaría que Santiago entero fuera al mismo sitio hoy, piensa con el amago de una sonrisa.

La micro se mueve por un Santiago mañanero, un sábado de ciudadanos moviéndose como ella, a diferentes destinos que los esperan. En los cuarenta minutos de viaje hasta su parada en Baquedano, no ha dejado de preguntarse si la gente que va subiendo con ella la acompañarán, se imagina hasta parándose en medio de todos y cantar: «Con permiso pasajeros mi intención no es molestar, hoy es un día importante, ¿me quieren acompañar?». Quiere que todos vayan, estén presentes. Santiago, regiones, Chile entero. El mundo incluso allí, con ella, con todos. Se ríe de sí misma, es un poquito tonto pensar que un país entero va a caer por sus deseos, nunca será así. La gente no es así.

Deja de pensar en ello cuando se baja y camina. Desde Baquedano hasta Plaza Bustamante el trecho no es tan largo, pero a sus cincuenta años y a sus calambres en las piernas se hace y siente eterno. Mañana no se va a poder ni levantar y no le importa; hay dolores peores, lo sabe. Intenta distraerse con los pequeños departamentos y locales que aún no abren, apenas son las nueve de la mañana. Se sienta en un pequeño banquito y espera varias horas.

Su hija llega a las once y media, la ve cruzar la calle corriendo. Se dan un beso en la mejilla.

—¿Me llevas esperando mucho rato? No, no me digas nada. Te apuesto a que llegaste como a las siete.

—Llegué a las nueve.

—Mamá, esto empieza a las dos, ¿para qué tan temprano?

Abre la boca y la cierra sin decir nada. No está segura. Solo se levantó temprano. Quería estar allí desde el principio, ver como de a poco ese punto de la plaza cobraba vida y salir de casa. Esos días el hogar la ahogaba, las sombras se convertían en fantasmas tristes repletos de culpa y recriminaciones que no podía ni puede callar.

—No importa. Mientras no te me enfermes está todo bien, el Luciano te va a ver y si sabe te va a retar —dice su hija con reproche, tuerce la boca y niega con la cabeza. Le tiende una botella de agua—. Toma, tienes la orilla de los labios grises, apuesto a que no trajiste agua.

—No me cabía más en la mochila —responde encogiéndose de hombros—; pero no importa. Algo encontraremos en el camino.

Es una mujer de modos prácticos. Guardó todo tan apretado en la mochila que no se iba a molestar por una o dos botellitas de agua; y el tiempo ha cambiado, las nubes arriba auguran un día abochornado, va a poder aguantar la sed o un par de labios grises. Daba igual. Luciano no la va a retar de todas formas por descuidarse, nadie en la casa lo hace porque temían que se enoje o se largue a llorar.

Se sientan al lado de la otra y el tiempo pasa. La plaza comienza a llenarse de personas y ella las mira reunirse en grupos, reír, sonreír y tomarse de las manos antes de besarse. Arruga la nariz; aún no está acostumbrada a ver a dos mujeres besarse, le cuesta la idea. Mira a otro lado pensando que sabe que está bien que lo hagan que le cueste asumirlo es la costumbre de años de crianza conservadora. Entiende que el amor es para todos, de a poco se acostumbrará a verlo sin malos ojos. Aunque es difícil, pero sabe que no imposible. Es una lucha personal muy larga que requiere mucha determinación y deshacer ideas que daba por sentado, su psicóloga le dijo que no se enoje si toma tiempo; es un proceso duro y debe ir paso a paso.

Deja de concentrarse en las mujeres y mira las pocas familias que han llegado. Hay muchos niños y casi de forma contradictoria a su pensamiento anterior, su corazón salta en alegría al ver como sus papás les pintan arcoiris en las mejillas. A ella le hubiera gustado algo así. Le gustaría algo así ahora, de hecho.

—Me gustaría uno también —le dice a Valentina, su hija, señala la escena que acaba de presenciar—, ¿podemos conseguir pintura? Aunque cuando Luciano llegue me va a decir que me veo ridícula.

—Creo que le gustará, va a ser una sorpresa.

Hay algo en la sonrisa de su hija que a ella le duele. Puede que reflejen la misma cosa; pero evita el pensamiento lo más que puede; prefiere mirar a las personas que no dejan de llegar y se agrupan. Son tantas, cientos. Es bueno ver esa cantidad porque significan conexiones, redes y memorias en común.




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