CASA DE LA FAMILIA KING
Josiah sigue apuntándome con su escopeta mientras me mete a la casa, al entrar veo a una mujer fumando y algo perturbada. Es alta, con el pelo entrecano y viste con unos pantalones negros y una blusa blanca abotonada hasta el cuello. Está deambulando de un lado a otro de la casa, pero, en cuanto me ha visto, se ha detenido, ha tirado el cigarrillo al piso y lo ha aplastado con el pie.
—¿Es Policía? —le ha preguntado a Josiah, al tiempo en el que entra a la cocina.
—No, solo es un tonto que no quiso irse sin su perro.
—Debiste marcharte como los demás, no debiste meterte en nuestros asuntos —me ha dicho—. Odio matar personas.
—Si quiere lo mato yo, sería un honor.
—Claro, tú lo matas. Hicieron las cosas mal, pero que no vuelva a pasar.
La mujer comienza a reírse, creo que acaba de percibir el terror en mi mirada.
—Que no sufra, se ve que es un buen chico —dice, mientras saca otro cigarrillo.
—Solo va a hacer un tiro en la sien, señora King. No sufrirá.
Josiah ha dejado de apuntarme y, cogiéndome por el codo, me ha conducido violentamente hasta la puerta de entrada. Yo he vuelto la cabeza y le he echado un vistazo a la mujer, pero esta ya se encuentra junto a la ventana, observando absorta algún lugar en medio del humo de su cigarrillo.
—¿Por qué lo hacen? —le digo.
—Qué cosas hacemos según tú…
—Robarse los perros, no entiendo… ¿Con qué fin?
—Es nuestra combinación perfecta, odio y dinero —me dice con una sonrisa juguetona.
—No es nada lógico, son unos enfermos…
La mujer deja de observar por la ventana, y comienza a aproximarse sin quitarme la mirada. De repente, me aprieta el mentón, y al mismo tiempo, me escupe.
—Por esos malditos animales a mi padre lo asesinaron —me dice, mientras puedo ver el odio en sus ojos— ¿Ahora si te suena lógico?
—Su padre era un miserable, poca cosa… se lo merecía —le digo, y se me ha escapado una sombría sonrisa.
Ella niega con la cabeza. De inmediato deja de apretar mi mentón, para agarrarme el cuello y ponerme contra la pared.
—No vuelvas a decir eso, o lo lamentaras…
—Yo puedo decir lo que quiera, son mis últimas palabras, ¿no?
—Dile a este hablador lo que hacemos con los perros… Sé que le gustará saber lo que le pasará a su asqueroso animal.
—Será un placer, señora King. Lo disfrutaré.
Permanezco ahí, con los ojos puestos en la mujer y escuchando la risa patética del mecánico.
—Bueno, por dónde empezamos… ¡Ah!, ya sé… algunos los vendemos clandestinamente a los circos, pues necesitan alimentar a esos pobres leones hambrientos. A los más fuertes se los vendemos a personas que los usan de sparring, y oído que le sacan los dientes para servir de carnada y de entrenamiento para perros de pelea. Pero tranquilo, tu perro está en un lugar mucho mejor, con el señor Smith.
—¿Quién es el señor Smith? Necesito saberlo.
—Es un viejo amigo, es uno de nuestros mejores clientes. Pero no te preocupes, él lo cuidará, lo alimentará y luego se lo dará a su mascota preferida…
—De que hablas maldito enfermo, te mataré…
—Ahora si suena lógico —dice la mujer, con un tono sarcástico y frío.
Mi corazón se acelera e intento golpear al mecánico que no deja de reírse, pero él me apunta de nuevo con su escopeta.
—Ni te atrevas maldito o te vuelo la cabeza.
—No, aquí no… hoy no quiero limpiar. Ya, llévatelo a la parte de atrás y hazlo rápido. Te quiero aquí, tú ya sabes.
Al parecer Buddy aún sigue con vida, y no puedo soportar la idea de que esté sufriendo; pero no puedo hacer nada con una escopeta golpeado mi espalda cada vez que camino hacia la parte trasera de la casa. Si muero Buddy pasará a ser uno de esos casos más, una de esas historias perdidas, desaparecido, sin cadáver. Ya no tendrá justicia ni paz. Nunca sabré que pasó, no habrá un final feliz y pienso en ello, y me duele. No puede haber mayor sufrimiento, nada puede ser más doloroso que no llegar a saber nunca qué pasó con Buddy.
—Arrodíllate —me dice Josiah.
—Te crees muy valiente con esa arma en tus manos.
—Cierra la boca…
Me arrodillo, y permanezco ahí, quieto. Me quedo un momento pensando, pero no precisamente en la muerte.
—Te doy mil dólares si me dejas ir —le digo.
—Eres tonto o qué… Tu perro costo más que eso.
—Está bien, te daré cinco mil dólares…
—Buen intento, infeliz.
—Te lo prometo, me iré y no diré nada. No sabrán más de mí.
—No te creo…
Creo que vacila un segundo, pero siento que pronto va a apretar el gatillo.