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—¿Deberías estar enseñándole a mi hermano menor a guardarle secretos a su madre? —inquiere de pronto una voz ronca detrás de mí.

El pánico me invade y no sé qué hacer, porque comprendo que decirle eso fuera del despacho de su padre comprendía un riesgo si llegaba a ser escuchada y esto se ha vuelto una realidad que debo afrontar de frente y nada más, por lo que me doy vuelta con lentitud, consiguiéndome a un hombre, aunque no demasiado mayor como me habría esperado. Delgado, pero con músculos marcados, brazos cubiertos en su totalidad por tatuajes, ojos oscuros al igual que su cabello relativamente corto y superándome en altura en probablemente diez o más centímetros.

En definitiva, no es el adolescente que se marchó hace seis años, pero si puedo reconocer en sus pobladas cejas al chico con el que compartí unos cuando momentos en el pasado. Mi corazón se acelera al ver el exquisito espécimen masculino en que se ha convertido.

—Lo siento, no quise… ser una mala influencia para tu hermano —me disculpo con rapidez, pues no quiero que piense mal de mí—. Solo quería pastel de chocolate, eso es todo.

Antes solía hacerlo reír, lo recuerdo y me gustaría volver a repetirlo, pero en lugar de eso, su ceño se frunce.

—¿Sabes quién soy?

Asiento, aunque su pregunta ha logrado que todo dentro de mí se agite de una forma patética.

Él no me recuerda.

—Christian Kennedy, el hijo mayor del señor Kennedy. —Consigo pronunciar en voz muy baja—. Mi padre me dijo que regresaría hoy a casa.

—¿Y tú padre es…?

—Abel Cooper, su chofer —respondo sin dejar de mirar sus orbes oscuros.

Su ceño fruncido es sustituido por una expresión de sorpresa, la cual igualo cuando de pronto se acerca a mí y se inclina hasta que su rostro se detiene a escasos centímetros del mío.

—¿Pequeña rubia?

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