Nadie puede consolarme, nadie…
Llevo mi mano a la boca, me doblo del dolor que significa ver a mi supuesto novio casarse, nadie repara en mí, nadie puede consolarme, nadie sabe que yo conozco al hombre que se casa y que compartió más que la cama conmigo.
Los esposos se dan un último beso antes de despedirse de la gente y subirse a la limusina que ya los espera para irse a la fiesta. Quisiera salir de mi escondite, reclamarle por lo que ha hecho, que todo el mundo se entere de que ha estado jugando con las dos y quitar esa horrible sonrisa de su rostro.
Justo en el instante en que estoy por salir, la mano de Eduardo me detiene. Ese es otro que me tiene decepcionada, ahora entiendo su insistencia, entiendo sus planes y me duele saber que me trajo hasta aquí solo para hacerme daño.
—¡Suéltame! Jamás vuelva a tocarme, quiero que desaparezcas de mi vida, que jamás me vuelvas a dirigir la palabra y puedes hacer de cuenta que no existo porque a partir de hoy, tú también has muerto para mí.
—¡Por favor, Mery, déjame explicarte! —suplica, pero nada de lo que me diga me va a hacer cambiar de opinión, me ha traicionado de la manera más cruel.
—¡No necesito escuchar nada! Aléjate de mi vida que voy a hacer lo mismo.
De algún modo me suelto de su agarre y salgo, pero ya no hay nadie. Corro sin rumbo fijo, escuchando el grito de mi examigo, pero nada me detiene. Me subo al primer taxi que encuentro y…
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