Isabel Romero

​Las fronteras no eran más que cicatrices profundas en la piel de un planeta moribundo. Testigos silenciosos de un mundo que se desmoronó, no con un estruendo, sino con un susurro venenoso. Donde antes se erigían naciones, ahora solo quedaban zonas de supervivencia, comunidades deshilachadas que luchaban por cada amanecer. Guerras, pandemias y la codicia ambiental habían reescrito el destino, dividiendo a la humanidad en dos realidades irreconciliables. ​Por un lado, la élite, los amos de la tecnología, que controlaban cada aliento de sus súbditos a través de una Inteligencia Artificial omnipresente. Por el otro, los olvidados, aquellos que resistían en los márgenes, aferrándose a la esperanza como un tesoro prohibido. En este nuevo desorden, la vida misma era una moneda de cambio.