Existe un vacío en mi estómago, ubicado al centro de mi ombligo hilado por un cordón umbilical qué se enreda por las comisuras de mis órganos.
Aquellos que amordazados intentan ser liberados de la complexión paradójica de la euphoria del sentir.
Aquella que se escurre como líquido negro, recorriendo las falanges de mis dedos hasta llegar a la boca del estómago donde es digerida pero no invertida.
Porque al amanecer la placenta será vomitada, y todos esos vestigios, membranas de emociones caducas se aferran a las entrañas.
Que desesperadas cavan un hoyo esperando fecundadas ser, y al no encontrar ningún atisbo deciden cansadas entrar en punto de ebullición.
Dónde escurridas entran, guardan, crean, se sacuden de un lado a otro hasta el lóbulo frontal perforar y invaden finalmente la corteza límbica que esconde bajo llave la llovizna de la percepción.
Se crea un barullo qué es impregnado en la esquina de la casa, donde aparece curiosa la vista del gato que en silencio le preguntan pero el nunca contesta, pero si observa, analiza pero no dicta, se monta en el barullo y acurrucado se duerme bajo el dilema del ser consciente.
Pero su cociente se encuentra dividido, porque el gato no es gato que se asombra ante la curiosidad inflexible de una luz, pero si maúlla, gruñe, araña ante la cortina de la oscuridad.
Y a hurtadillas acecha, en cuclillas se sienta, observa, observa y sus ojos se enlazan al cortometraje monocromo de un barullo de emociones.