Un recipiente vacío inunda mis anchas, se expande por las bisagras de mis entrañas, despliega mis caderas, envuelve mi cuerpo y mi cintura deja de ser mía.
Se transforma en un recipiente cálido, tibio, estrechó en las llanuras del vientre, un túnel nocivo que se divide en dos fractales.
Que terminan escurriendo por la entrepierna, manchando toda huella de feminidad, nacida para ser fértil, nacida pará pasar el puño, tragar la sangre, clavarse el asta, hacerse mujer, cargar al niño y demostrar fé absoluta.
Dónde el niño es presa del amor y del odió que se mezcla en esas anchas paredes, migrando al pasado dónde el puño y el niño no cabe en la abertura del útero, porque le han abierto mal y sus labios han rasgados.
Dónde el recipiente se quiebra, reniega su función porque el útero no ha sido moldeado para ser aquél cáliz que se desnuda y se entrega a los anhelos que desprende el falo cubierto por la embriaguez de la libido.
El niño no cabe en el cáliz, el cáliz no cabe en el útero y el vientre no está acondicionado, la fé no es aceptada, el deseó es rechazado, y la sangre escurre en sinónimo de madurez y resignación.
La madre aún es niña y la niña aún es virgen y la virgen aún es pura, la fe se rechaza y se desborda en un rio carmín, el cáliz de vientre no cabe en la garganta, pero la garganta si cabe en el útero y el útero se ha desparramado en las orillas del edredón.
El cáliz es incorrupto y la mujer no es mujer.