La brisa nocturna soplaba de manera fría contra mi rostro, haciendo eco del vacío que sentía en mi interior. Cada pisada del caballo resonaba en el silencio de la noche, como si la naturaleza misma susurrara su desaprobación a lo que había presenciado.
¿Cómo había llegado a este punto? ¿Cómo me había convertido en alguien que participaba en actos tan atroces?
Recordé mi infancia, una época de inocencia y sueños, cuando el mundo aún era un lugar de maravillas por descubrir. Pero esa niñez quedó atrás, sepultada bajo la oscuridad que se había apoderado de mi alma. No podía evitar pensar si alguna vez fui víctima de aquellos a quienes ahora emulaba, si la semilla del mal ya estaba presente en mí desde hace mucho tiempo.
El rostro de la mujer afligida se me presentaba constantemente en la mente, su mirada suplicante, sus lágrimas derramándose como cascadas de dolor. Quise cerrar los ojos para no verla más, pero me obligué a enfrentar mi propia vileza.
¿Por qué no la había defendido? ¿Por qué no me había opuesto a mis colegas?
La respuesta dolía: por miedo, por debilidad
La noche parecía eterna mientras continuaba mi camino hacia el Oeste. La soledad del desierto era un espejo de mi propio aislamiento interior. Sabía que no podía confiar en nadie del grupo; cada uno era un reflejo de mi propia depravación. No había líderes para guiarnos en un sendero recto, solo estábamos hundiéndonos en la inmundicia de nuestras propias almas corrompidas.
Me detuve junto a un río, cuya superficie reflejaba la luna llena. Me miré en el espejo acuoso, sintiéndome como un extraño para mi propia conciencia. Había cruzado una línea que nunca pensé que cruzaría, y no había marcha atrás. Me di cuenta de que ya no era solo la crueldad lo que me atormentaba, sino también la incapacidad de sentir arrepentimiento por mis acciones.
El peso de la culpa se intensificó, y deseé poder deshacer todo lo que había hecho. Quise cambiar el pasado, devolverle la dignidad a aquella desafortunada viuda y reconstruir su hogar, pero sabía que eso era imposible. No había vuelta atrás, solo podía seguir adelante y enfrentar las consecuencias de mis elecciones.
Al remontar la vista hacia las estrellas, reflexioné sobre la vida que llevábamos, siempre en busca de esa "otra pieza" para nuestros actos siniestros. La sed de poder y la ambición sin límites habían nublado nuestra percepción, convirtiéndonos no tan solo en bandidos sino en completos monstruos sin escrúpulos.
Decidí que debía buscar una salida, aunque fuera una rendija en la oscuridad. Sabía que era difícil limpiar mis pecados, pero no podía permitir que el mal me consumiera por completo. Con cada latido de mi corazón, me juré a mí mismo que después de terminar con este “trabajo”, buscaría la redención, aunque fuera una tarea titánica.
Me subí al caballo nuevamente, a aquel que cuyo verdadero dueño siempre fue el difunto esposo de la mujer, con la esperanza de que algún día pudiera liberarme de esta existencia retorcida. Guié al animal hacia el horizonte, decidido a seguir adelante, enfrentando la inmensa tormenta que se cernía sobre mí. No sabía qué me depararía la continuidad del tiempo, pero estaba firmemente decidido a luchar contra mis demonios internos y encontrar la paz que tanto anhelaba.
El sol abrasador del desierto ardía sobre nosotros mientras avanzábamos hacia nuestro objetivo. Cada paso que daba nuestras bestias en el polvoriento camino levantaba una nube de tierra que se mezclaba con el sudor en nuestros rostros. El calor era opresivo, y podía sentir cómo el metal de mi revólver Remington se calentaba en mi cintura.
La sed nos atormentaba a medida que el agua en nuestros envases de metal se calentaba bajo los rayos inclementes del sol. Aun así, cada sorbo era un bálsamo para nuestras gargantas secas y nuestra fatiga creciente. Bebí el líquido tibio con gratitud, sabiendo que necesitaba mantenerme hidratado para lo que se avecinaba.
Mientras bebía, eché un vistazo a mis colegas. Todos teníamos un aire de determinación en nuestros rostros, pero también había un destello de nerviosismo en sus ojos. No era para menos: enfrentar a un tren protegido por oficiales armados hasta los dientes era una tarea ardua y peligrosa.
El sonido ensordecedor del silbato de la locomotora rompió el silencio del desierto, anunciando la llegada del tren. Guardé rápidamente el envase de agua en mi cinturón, dispuesto a actuar. Miré a mis compañeros con una fugaz mirada de complicidad, sabiendo que confiábamos el uno en el otro para salir con vida de esta empresa.
Me ajusté el pañuelo negro alrededor de mi rostro, protegiendo mi identidad y preparándome para el enfrentamiento inminente. Sentí la emoción y el miedo mezclados en mi interior, pero no permití que me paralizaran. Pensé que en este lugar la vida era dura y despiadada, y solo los valientes y astutos sobrevivían.
Cabalgamos con paso firme hacia la intersección donde el tren comenzaba a detenerse. Al bajar del caballo, mis botas crujían sobre la tierra seca y mis oídos estaban alerta para cualquier indicio de movimiento o peligro.
El tren se detuvo con un chirrido de frenos, y el sonido metálico de las ruedas contra los rieles llenó el aire. Sabía que en uno de los vagones estaba la valiosa carga que buscábamos, y también sabía que no estaría desprotegida ya que “El Banco del Norte” no dejaría que sus pertenencias más preciadas cayeran en manos de bandidos sin luchar.
Una última mirada a mis colegas confirmó que todos estábamos listos. El nerviosismo había dado paso a la determinación, y nuestras armas estaban listas para la acción. Sabíamos que no sería fácil, pero estábamos dispuestos a enfrentar lo que sea.
Con un grito de guerra apagado por nuestros pañuelos, nos lanzamos al ataque. Las balas comenzaron a volar, y el aire se llenó de humo y polvo. El sonido ensordecedor de los disparos y los gritos de los oficiales nos rodearon, creando un caos absoluto.