El sol agonizante tiñe el horizonte de tonos cálidos y dorados, derramando una luz tenue sobre el desolado vagón de tren. La atmósfera está cargada de tensión y el aire se siente cargado con el olor metálico de la sangre derramada. Mi corazón late con fuerza en mi pecho mientras mis ojos recorren la escena caótica que me rodea. Los cuerpos de los oficiales yacen en posiciones retorcidas, víctimas de la violencia que ha estallado aquí.
Cada bala disparada ha dejado su huella en las paredes y en el suelo, marcando este lugar como un campo de batalla. Camino con pasos cuidadosos, sorteando las manchas de sangre mientras mi mente se enfoca en el estruendo distante de cascos de caballos. El ruido es inconfundible: jinetes que se acercan a toda prisa. Los oficiales que debían proteger la valiosa carga del tren llegaron tarde, y ahora sus monturas retumban en la distancia, un eco doloroso de su fracaso.
Mientras avanzo, el destello de botellas de whisky rotas y tabaco pisoteado captura mi atención. Pero no me detengo. Mis sentidos están sintonizados con el peligro que se avecina. Llego a una puerta manchada de sangre y con un dibujo de una Rosa en su superficie, tal vez una advertencia silenciosa de lo que podría encontrar al otro lado.
Respiro hondo antes de deslizar la puerta, y la escena que se despliega ante mí corta mi respiración. Lamentos y sollozos llenan el aire, mezclándose con el olor acre del miedo. Mujeres demacradas y marcadas por el abuso se aferran a la vida con una tenacidad asombrosa. Sus ojos, reflejos de agonía, encuentran los míos y un reconocimiento mutuo pasa entre nosotras.
Mi rifle cuelga en mis manos, pero la situación requiere algo más. Me dirijo a ellas, comparto mi propia historia de pérdida y dolor, forjando un vínculo de solidaridad en medio de la tragedia. Hablo de la búsqueda desesperada de los hombres responsables de este horror, de la muerte de mi esposo y el robo de mis preciados caballos.
La determinación toma forma en mi mente, y la idea arriesgada cobra vida. Lanzo mi rifle al suelo, desprendiéndome de la ropa de mi difunto amado. La mujer que temblaba en una esquina me tiende el vestido negro que cuelga de un gancho en la pared. Y al ponérmelo, siento un pequeño agujero en una de las mangas. Lo miro y pienso en una marca, una marca de la batalla que se libró en el vagón contiguo. Pero no hay tiempo para reflexiones, solo acción.
El vestido negro me envuelve como una sombra protectora. Me mezclo con las mujeres, compartiendo su dolor y su determinación. Un círculo de hermanas en la adversidad, unidas por la tristeza y el deseo de justicia. La mujer cuya mirada encontré antes me confía el significado de la Rosa amarilla en la puerta: es el emblema sagrado de su convento, un recordatorio tangible de su fe.
El repiqueteo apresurado de botas resuena en el vagón, y la puerta se abre con un estruendo. Un grupo de oficiales de la ley entra, sus rostros reflejando horror y asombro ante la escena que se revela ante ellos. Pero nada de lo que ven se compara con el dolor y la angustia que palpita en los corazones de nosotras, las sobrevivientes, las que hemos perdido y resistido.
Las palabras no son necesarias entre nosotras. La comprensión mutua y la solidaridad son suficientes. Nuestro deseo de venganza se entrelaza con nuestra sed de justicia, y mientras los oficiales nos observan con ojos horrorizados, saben que no somos solo víctimas. Somos mujeres que se alzan en la oscuridad, unidas por un propósito común, dispuestas a enfrentar cualquier desafío que venga en nuestro camino.
Los días parecen estirarse en el tiempo en este remoto pueblo. Cada amanecer y anochecer parece una repetición monótona de la anterior, y la ansiedad se mezcla con la frustración mientras me encuentro atrapada en una encrucijada. Las monjas que me han acogido en su convento son bondadosas, pero a pesar de mis esfuerzos, no logro obtener ninguna pista concreta sobre los bandidos que he estado persiguiendo.
Las historias que las monjas relatan son desgarradoras. Cada palabra, cada descripción de caos y sufrimiento, es como un eco doloroso de mi propia experiencia. A veces me siento al borde de perderme en esos recuerdos, ahogándome en la sensación de pérdida y desesperación. Pero cada vez que la tentación se cierne sobre mí, me aferro a mi determinación. Cierro los ojos y pienso en el rostro de mi esposo junto con la promesa que me hice a mí misma de que los responsables pagarían por su muerte.
Sin embargo, mi paciencia llega a su límite. Ha pasado un par de días desde mi llegada a este pueblo y no he logrado ninguna pista concreta. La sensación de tiempo desperdiciado comienza a agitarse en mi interior. Estoy a punto de tomar la decisión de marcharme y continuar mi búsqueda en solitario cuando una casualidad cambia el curso de las cosas.
Caminando por la calle, escucho un murmullo de conversación entre dos mujeres. Sus palabras flotan en el aire, y mi oído atento capta fragmentos de una conversación sobre hombres que han estado gastando dinero de manera extravagante en un pueblo al norte, en el límite del país. Mis oídos arden mientras el corazón late con fuerza. La descripción encaja con los bandidos que persigo.
¿Podría ser esta la pista que he estado buscando?
La encrucijada vuelve a presentarse ante mí. La opción de revelar esta información a los oficiales es tentadora. Podría significar que finalmente se haga justicia y que el camino de venganza se acorte. Pero también siento la llamada de la necesidad de actuar por mi cuenta, de enfrentar a los bandidos con mis propias manos. La indecisión me consume mientras repaso mentalmente cada posibilidad.
Finalmente, la decisión se inclina hacia la opción dos. La necesidad de mantenerme fiel a mi promesa y enfrentar a los responsables de mi propia manera es más fuerte que cualquier otra consideración. Respiro hondo y puedo sentir cómo la placentera calidez del sol se despliega sobre mi piel mientras la determinación se arraiga en cada fibra de mí ser.