El sudor corría por mi frente mientras luchaba por mantenerme en pie. Mi pierna herida latía con dolor, pero la adrenalina seguía bombeando a través de mi cuerpo. Aferraba mi Remington con manos temblorosas, disparando con ferocidad a pesar de la frustración que crecía dentro de mí. Mis disparos se perdían en el aire, al igual que los de mis colegas. Estábamos fallando, y el enemigo parecía invulnerable.
La idea de que esta podría ser mi última batalla se iba transformando en una posible certeza. Pensaba que si iba a abandonar este mundo, sería luchando. Mi respiración agitada se mezclaba con el calor abrasador del sol. Recargué mi arma con manos que apenas lograban mantenerse firmes, sintiendo la tensión del lugar a mí alrededor.
Dejé mi cobertura detrás de la gran piedra y me arrastré hacia un árbol cerca del río. Allí, al menos el sol no me cegaría, y tendría una mejor vista de mi enemiga. Disparé dos veces, y el segundo disparo se clavó cerca de su posición. Vi cómo corría hacia un nuevo escondite mientras efectuaba dos disparos más y, después de un grito de dolor y rabia, supe que mi bala había encontrado su objetivo en uno de sus tobillos.
Mis pensamientos se centraron en la venganza. Habíamos estado siendo cazados por esa loca mujer durante demasiado tiempo. Sabía que debía poner fin a esto, un disparo en su cráneo era mi única meta. Sin embargo, mis últimas balas fallaron por poco, y mi voz se unió al grito de frustración que escapó de mis labios.
El sonido de los disparos y las maldiciones de mis compañeros llenaban el aire mientras mi mente trabajaba a toda velocidad. Me quedé sin munición, pero sabía que mi compañero aún tenía balas. El problema era acercarme a él sin quedar al descubierto. Sabía lo que debía hacer. Si este era mi último acto, lo haría con honor.
A una velocidad frenética, me arrastré hacia el cuerpo de mi compañero caído. Volteé su figura y arrebaté su arma de su cinturón, luego regresé a la seguridad del árbol. Mi espalda descansó contra su tronco, y luché por recuperar el aliento. Sabía lo que acababa de pasar, pero mi cuerpo aún no me lo había confirmado. Cerré los ojos, repasando en mi mente el segundo en que tomé esa decisión arriesgada.
El tiempo pasaba y mi cuerpo permanecía en silencio. Finalmente, el sonido de dos disparos junto con un gorgoteo espeluznante rompió el silencio. Otro de mis compañeros había caído. La ira resurgió dentro de mí mientras agarraba el arma que había tomado. Sin embargo, se me escapó de los dedos, chocando contra el suelo. Lo entendí al instante; mi cuerpo finalmente estaba hablando. Mi mano izquierda temblaba, mi hombro sangraba por los disparos recibidos.
Mis pensamientos se tornaron hacia mi enemiga. Reconocí su destreza y le maldije entre dientes. Levanté el arma con mi mano menos hábil, sintiendo el peso aplastante. Un silencio sepulcral reemplazó los sonidos de la batalla. Grité los nombres de mis colegas, buscando ayuda, y solo recibí una carcajada en respuesta.
Estaba solo
Mis palabras se dirigieron a ella, con rabia y determinación. Le recordé que esto no era un acto de venganza, que no tenía nada personal contra su hombre. Éramos cazadores, y su esposo simplemente estuvo en el camino equivocado. Le hice saber que su casa en llamas, y su carne abusada; no fueron mis decisiones.
Entonces, mi rabia encontró eco en su voz mientras me desafiaba a enfrentarla. Di un paso fuera de mi escondite, aceptando su reto. “Diez pasos y una bala”, gritó con esmero. Salí hacia el sol, mi espíritu ardía con una extraña mezcla de miedo y valentía. La sangre que escupí al suelo era un recordatorio constante de mi herida. Mis gritos volvieron a resonar mientras reafirmaba mi postura de aceptar su desafío.
El sol brillaba con fuerza, iluminando el campo de batalla. Diez pasos separaban nuestras vidas, y una bala decidiría el resultado. Mi mano torpe sostenía el arma con firmeza. Aunque sabía que las probabilidades estaban en mi contra, una sonrisa se formó en mi rostro al encontrarme con su pregunta estúpida y sus llameantes ojos.
Finalmente, giré mi cuerpo y nos enfrentamos. Dos almas ardientes en un duelo a vida o muerte.
Desde la distancia, observo cómo uno de esos malditos intenta explicar a los demás quién es la que los está cazando. Escucho su débil voz decir que soy yo: “la esposa de ese idiota al que matamos para robarle los caballos”. La ira se apodera de mí ante sus palabras. No solo mataron a mi esposo, sino que ahora también maldicen su nombre. Mi enojo me hace sacar el arma que le robé al decapitado de esta mañana y disparo varias veces al azar. En ese torbellino de balas, logro impactar en la cabeza de uno y en la pierna de otro. Observo cómo este último se resguarda detrás de una enorme piedra.
Escucho las maldiciones y el sonido de balas de los hombres mientras recargo mi arma. Me doy cuenta de que no puedo permitirme fallar porque sé que esta es mi última oportunidad antes de que el tambor de mi arma se quede sin balas.
Una casualidad y una desgracia me permiten ver cómo uno de ellos intenta rodear mi posición al mismo tiempo que un proyectil impacta muy cerca de mí. Por la adrenalina que siento al enfrentarme sola a un grupo armado, mi cuerpo me obliga a buscar un nuevo refugio. Ignoro los fuertes estruendos que resuenan cerca de mí mientras un calor infernal se cierra alrededor de mi tobillo. Al mirar la herida ante el potente sol, sé que me dispararon. El dolor me hace gritar de dolor y rabia al tiempo que me permite sonreír, ya que pienso que quizás no mate a todos; pero al menos me llevaré a varios conmigo.
Luego, veo cómo uno de los hombres trata de sacar algo de su colega caído y efectúo más disparos; aunque no estoy segura si logré alcanzarlo.
Segundos después, observo cómo uno de esos malditos se acerca peligrosamente hasta mi posición y, de manera inexplicable, cierro mis ojos mientras disparo dos veces más. Al abrirlos nuevamente, veo cómo ese bandido abre los suyos en señal de terror, sujetando sus manos sobre la herida mortal en su cuello. Lo escucho ahogarse con su propia sangre hasta que finalmente muere.