CAPÍTULO 7
ASEDIO
En el salón de clases lo observo sin apenas parpadear. Mirándolo parezco una tonta embobada. Examino todo su rostro, escudriño sus facciones. Me detengo en su boca y veo los mismos labios de la noche de las máscaras. Contemplo sus manos y las mueve de forma similar. Su mano izquierda es predominante y con ella sujeta la tiza con la que escribe en la pizarra. Todo lo que veo me recuerda a aquella noche pero son sus inconfundibles ojos grises los que terminan de convencerme.
Escucho sin prestar demasiada atención. La clase me parece aburridísima. ¿Será así de desapasionado para todo? ¿O esconde debajo de esa fachada una bestia salvaje, de mirada retorcida y brutales embestidas?
Solo salva que es su voz la que se escucha. Es música a mis oídos porque es inconfundible, profunda y masculina. ¡Lo que hubiera dado por escucharla aquella noche!
A pesar de mi constante fijación, él no me ha mirado ni una sola vez. Pareciera estar desviando la vista todo el tiempo, evitando hacer contacto visual conmigo. O lo que es peor, ignorándome adrede como si yo no existiera.
La semana pasada tuvimos el primer examen y yo obtuve un sobresaliente. Más que eso, tuve el puntaje más alto de toda la clase. Ni siquiera ese logro hace que me dedique un pequeño elogio.
—Aquí tiene —fueron sus frías palabras cuando me entregó el examen corregido. Lo dejó sobre mi pupitre en lugar de entregármelo en la mano como hizo con los demás. Ni siquiera miró un momento en mi dirección.
A pesar de eso, sonreí satisfecha. Sé que logré tan buena calificación porque estoy repitiendo el curso por gusto y no por obligación. A veces pienso que yo también debo ser un misterio para él. No sabe que llegué hasta su aula buscando algo más que conocimientos. Aunque creo que lo intuye. Pero es cierto. Vine por él, buscándolo a él. Pese a todo y contra todo. Por eso, cada día que no logro mi objetivo siento que muero un poco.
Cuando termina la clase, nos despacha. Yo me entretengo en cualquier cosa con tal de ser la última en salir y quedarme unos minutos a solas con él. No estoy segura de qué es lo que espero que suceda, pero siento que esos pocos minutos son nuestros. De alguna loca manera, son nuestros.
Él mantiene la distancia como siempre. Se dirige a su escritorio, se sienta en la silla, acomoda sus anteojos y abre su computadora portátil. Allí clava los ojos por tiempo indefinido. Es su rutina de siempre y la he memorizado paso por paso. En ningún momento advierte mi presencia.
Me levanto para irme. Lo hago con lentitud con la esperanza de que me dirija la palabra aunque sea en el último minuto. Pero no lo hace y termino vencida y exhausta.
Camino hacia la salida pero siento rabia dentro de mí. No quiero salir sintiéndome derrotada otra vez. Entonces, en el último momento tomo una decisión drástica, tal vez tan desesperada que hasta yo misma me sorprendo. Me detengo, giro con decisión, lo miro con fijeza y le espeto una pregunta.
— ¿Por qué colocó el anuncio de la fiesta en mi mochila? —le cuestiono. Tengo el corazón brincándome en el pecho, estoy sorprendida con mi propia osadía pero ha sido un impulso que no pude contener.
Mr. Nash no responde nada. Se mantiene tan impasible como si no escuchara o como si yo estuviera preguntándole al aire. Me exaspera su indiferencia.
Repetí la pregunta en un tono más alto y entonces reaccionó.
—Discúlpeme… ¿decía usted algo? —preguntó desentendido, como saliendo de un pensamiento profundo del que ha sido interrumpido.
Odio que me hable de “usted.” Estoy segura que lo hace para colocar una barrera entre nosotros. Estoy hirviendo por dentro pero intento manejarme.
—Le pregunté por qué colocó el anuncio de la fiesta de máscaras en mi mochila —repetí.
Fingió sorprenderse.
—No sé de qué me habla, señorita —respondió. Al menos esta vez sacó la vista de la pantalla de la computadora y me miró. ¡Caramba! ¡Me miró! ¡Hay progreso!
Nuestras miradas quedan por un momento clavadas una en la otra. Es cierto que me derriten esos ojos grises pero finjo indiferencia por esta vez porque quiero obtener respuesta a mi pregunta. Lo necesito, lo exijo. Lo miró con determinación y no con la usual ensoñación de siempre.
— ¿Lo va a negar? —vuelvo a la carga.
Niega con la cabeza con expresión de hastiado.
— ¿Sabe una cosa, señorita Wells? —su tono ahora es severo.
Se pone de pie arrastrando la silla y camina hacia mi dirección mientras deja la pregunta en el aire.
—Usted me está colmando la paciencia con su asedio. Si esto continua, me veré obligado a llevarla a la junta disciplinaria —amenaza.
Lo tengo frente a mí, respirándome de cerca. Esto no me lo esperaba.
— ¡Ja! —me rio en su cara.
Mi risa lo enfurece. Al menos eso me comprueba que es humano, que no es de piedra y que algo le provoco. Además, se ve guapísimo cuando se enoja.
— ¿De qué se ríe? A mí no me parece gracioso que a su edad haya que imponerle disciplina. Si continua, no tendré otro remedio que reprobarla.
— ¡Ja!
Vuelvo a reírme y él vuelve a enojarse. Entorna los ojos y puedo ver como se le brota una vena en la sien izquierda. No cabe duda que con Mr. Nash todo es al revés. Solo enojándolo logro que muestre emoción, que demuestre que está vivo.
—Acabo de sacar el puntaje más alto de la clase y usted habla de reprobarme —le asesto desafiante.
—Aquí soy yo quien decide…
Con esas palabras veo mi oportunidad. Es mi momento de llevar el tema al terreno que quiero.
—La noche del sábado decidió pagar mis tragos…
— ¿Qué dice? ¡No sé de qué habla!
—Y decidió… besarme.
Ahora la expresión del rostro se le desdibuja. Por un instante mi comentario lo desarma. Pero pronto se repone.
— ¡No sea absurda! —alega, volteándose para alejarse otra vez de mí.