22 perros y un campo de batalla

Capítulo 1: El patio de los condenados

A las 6:42 a.m., los perros comenzaron a matarse.

Veintidós cuerpos peludos, huesudos, hambrientos, girando como engranajes rotos en un patio de concreto. El sol apenas se asomaba, pero ya olía a sangre. A tripas. A orina vieja. A desesperación.

Él no estaba. Había salido a comprar pan, arroz, croquetas, y un jugo de mango para su esposa. Caminaba con los audífonos puestos, escuchando una canción que hablaba de amor y muerte. No sabía que, en ese momento, su casa se convertía en un campo de batalla.

Los vecinos ya habían llamado a la policía. "Son demasiados perros", decían. "Huelen mal. Ladran toda la noche. Uno de estos días va a pasar algo feo". Y pasó.

Cuando regresó, la puerta estaba abierta. No recordaba haberla dejado así. Entró. El silencio era peor que los ladridos. En el centro del patio, estaba Roco. Su perro más viejo. Su favorito. Desgarrado. El cuello abierto como una flor negra. Los otros perros lo rodeaban, jadeando, sangrando, temblando.

No lloró. No gritó. Se arrodilló. Tocó el cuerpo tibio. Luego buscó una pala. Cavó. Enterró. Les habló a los demás como si fueran niños: "No era así. No tenía que ser así".

Su esposa lo miraba desde la ventana. Mercedes. Noventa años. Nunca tuvo hijos. Los perros eran sus hijos. Duke, Gringo, Capir, Oso... y tantos más. Cada uno con nombre, con historia, con cariño. Pero ya no podía cuidarlos. Las piernas no le respondían. Las manos temblaban. Y cuando los veía pelear, se rompía por dentro. No gritaba. No podía. Solo lloraba en silencio, como quien ve morir a su familia sin poder intervenir.

Él tenía setenta y cinco. Ya no trabajaba. No podía. Pasaba los días cuidando a ella y a los perros. Su vida era eso: alimentar, limpiar, curar, consolar. Y enterrar.

Esa noche, mientras curaba heridas con agua oxigenada y cinta adhesiva, pensó que tal vez los vecinos tenían razón. Tal vez veintidós perros eran demasiados. Pero también pensó que, si los abandonaba, morirían peor.

Y entonces, decidió que no iba a rendirse. No todavía.




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