"3d" para el multimillonario. Agencia de bodas

Capítulo 8

Nastia

Me tranquilizo y recupero la calma.

Mis labios son preciosos...

Lo sé sin tu ayuda, Tagayev, ya me lo han dicho, y más de una vez. Pero por alguna razón desconocida, fue solamente en su interpretación que sonó de tal manera que durante todo el camino, con una inmensa dificultad logré volver a recuperar un estado de sustancia más o menos homogénea.

¿Y qué te importan a ti mis labios, Tagayev? Para eso tienes a Ri.

Debido al hecho de que Tagayev tiene a Ri, todo empeora, y se hace necesario comenzar de nuevo. Mi imagen habitual del mundo, en la que la imagen de Arturo se representa en tonos negativos, se difumina y flota. Y yo no quiero que sea así. Es más fácil para mí que continúe como era.

Es el colmo del cinismo mandarme a abortar y unos años después indignarse por la misma acción de otro hombre. El problema es que Tagayev se parece a un cínico en la misma medida en que mis hijos se parecen a los angelitos.

No, externamente puede serlo, pero las apariencias son muy, muy engañosas.

Un cínico no se preocuparía tanto por los problemas de unos niños que según él cree, son ajenos. Y Tagayev se preocupó. Además, se preocupó hasta tal punto, que a mí me daba tiempo solo de lanzar ayes mentalmente.

El auto frena. Tiro apresuradamente de la puerta y me doy cuenta de que está bloqueada.

— No se apure, Anastasia, aún no hemos terminado de hablar, —se escucha a mi izquierda, y temo girar la cabeza. He realizado un esfuerzo demasiado grande sobre mí misma para permitir que todo se vuelva a convertir en cenizas.

— Nos está esperando su novia, — le digo en un tono llano y frío.

— Para Ri, pasar medio día en diferentes tipos de salones es algo habitual, — responde Tagayev, — no se preocupe por ella. Quiero hablar de sus hijos.

— No veo necesidad de hablar de mis hijos con usted.

— Y, sin embargo, tendrá que hacerlo.

Rechino los dientes de impotencia, pero no puedo batirme con él. Aquí, mis posibilidades son nulas, si no entran en territorio negativo. Me muerdo el labio y desvío la mirada.

— Ese ho... hombre, Dmitri. ¿Usted piensa casarse con él? Sólo que, por favor vamos a prescindir de los aeróstatos rosados, —y me parece sentir que hay una irritación ensordecedora que tintinea bajo la máscara de calma?

— Creo que me llenaré un poco de descaro para recordarle que esto no tiene absolutamente nada que ver con usted…

— A sus hijos no les gusta, ¿por qué? — Arturo me interrumpe. — ¿Él los maltrata?

— ¿Usted está loco?, — me comienza un tic nervioso. — ¿Cree que voy a salir con un hombre que maltrata a mis hijos?

— ¿Así que usted está saliendo con él?

Hmm, a Tagayev también le tiembla un ojo. ¿Por qué?

Dima es mi instructor de la escuela de conducción segura y el primer hombre al que me he permitido acercarme más allá de una pausa para tomar un café o comer en un restaurante. Aunque sería más exacto decir el segundo hombre, ya que el primero se encuentra peligrosamente cerca, basta con estirar la mano...

A medida que los niños crecían y yo me sumergía en el trabajo, empezaron a aparecer discretamente hombres a mi alrededor, ávidos de mi atención. Pero no podía superar cierta barrera que se interponía como un muro invisible entre ellos y yo. Además, no quería superarla.

Pero con Dima todo sucedió por sí mismo. Hay algo íntimo en aprender a conducir, o así me pareció entonces. Pero con él me resultaba interesante, y según dijo, se enamoró de inmediato.

Fuimos amigos durante un año. A veces venía a recogerme tarde en la noche, cuando los niños se dormían, y yo conducía a gran velocidad por la ciudad dormida. Y Dima me asistía. Fue entonces cuando nos besamos por primera vez. Y fue con él cuando por primera vez sentí deseos de algo más. Y con él, me convencí de que aquella vez en la costa tenía fiebre y alucinaciones desde el principio.

Con Dima, yo no experimentaba nada parecido a lo que los besos y las caricias de Tagayev me había hecho sentir. No me daba escalofríos ni fiebre. Todo transcurría de forma suave y relajada y... En fin, estaba totalmente conforme con nuestras citas quincenales. Pero Dima no estaba conforme. Y tal vez hubiera accedido a encuentros más frecuentes, si no fuera porque, por alguna razón desconocida para mí, él no les gustaba a mis hijos.

— Nastia, no sé qué hacer — decía, agitando las manos al ver que este terco trío ignoraba cualquier intento de llevarlos a un café o a dar un paseo.

— Nosotros iremos con papá, — respondía David, mirando de reojo, — él vendrá y nos llevará al parque.

— Disculpe, — agregaba Danil, coincidiendo con su hermano.

Diana simplemente guardaba silencio con orgullo. ¿De qué matrimonio se podía hablar en tales condiciones? Y también me pareció que Dima suspiraba aliviado al mismo tiempo, y me era difícil culparlo.

— Yo no tengo hijos, no sé cómo tratar con ellos, — exponía Dima en calidad de argumento, y yo estaba de acuerdo con él.




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