Si en alguna parte del planeta estás leyendo este mensaje, entonces estás en la resistencia, pensó. ¿Lo pensó o lo dijo? ¿Y de dónde había salido eso?, ¿era una idea suya o la había sacado de una de esas películas viejas de Hollywood? La decadencia tenía una característica demoledora, había pasado tanto en tan poco tiempo que ya no se podía distinguir de donde salían las ideas, las frases, las imágenes, nada. Ni la memoria se salvaba. ¿Había alguien en condiciones de resistir? Se asomó por la ventana. Ahí estaban todos, convertidos en gusanos, aplastados por los días fastidiosos que la monotonía cargaba sobre sus espaldas. Desde el quinto piso donde vivías, los gusanos se veían más pequeños, insignificantes; tan vulnerables que hasta podrías aplastarlos con un dedo de tu mano. Pero no hacía falta, ya estaban muertos en vida. Y si alguno de esos seres detestables pensaba resistir, sería en vano, el neodecadentismo irreversible tenía esa cosa equitativa del comunismo, era para todos igual, a todos les llegaría la misma calamidad. Marx estaría feliz de ver cómo su paradigma finalmente alcanzaba el punto culmine. Esto era como una lluvia que te alcanzaría aún cuando estuvieras bajo techo o al reparo de algo. Sacaste tu libro del cajón del mueble del comedor y leíste en voz alta: “Y esto digo, hermanos: que la carne y la sangre no pueden heredar el reino de Dios; ni lo que se corrompe hereda lo incorruptible”. Hiciste una pausa, tu sonrisa maliciosa afloró como de costumbre, luego de cada aparente acierto. Y seguiste leyendo: “He aquí, os digo un misterio: no todos dormiremos, pero todos seremos transformados”. Sonreíste otra vez. Ya estabas frito, no quedaba nada bueno adentro tuyo, pero, al fin y al cabo, eras como el resto de los que andan por el mundo. Todo estaba así, nada bueno podía sobrevivir en tiempos de decadencia. Cerraste el libro, fuiste al cuarto, te vestiste y tomaste tu campera. Antes de salir te paraste frente al espejo que está al lado de la puerta, te miraste: Das asco, te dijiste, y saliste.