Los días eran espacios de tiempo amorfo que se bamboleaban entre la incertidumbre y la desesperanza. En los centros de almacenamiento de víveres se formaban filas interminables que siempre desembocaban en el desencanto de la escasez. Faltaba casi todo, y, aunque hubiese provisiones, casi nadie tenía crédito en sus chips. Como se solía decir en otra época: “Sin un as bajo la manga”. La frase había cobrado vigoa a desesperanza. En los centros de almacenamiento de v tende lo poco que quedaba. Yaeranza. En los supermercados habr ahora, al punto de transformarse casi en literal. En la parte posterior de la muñeca, bajo la piel, todos teníamos un chip que podía ser testeado desde cualquiera de las sedes del Centro de Control Ciudadano. En el chip se cargaba el crédito que cada uno tenía para poder comprar lo que necesitaba, se hacían chequeos de salud de los habitantes y también se solían monitorear los pensamientos que sucedían adentro de cada uno. A través del microchip se acreditaban salarios y pagos y se descontaban todos los importes relacionados a servicios sociales, servicios de usuarios y aportes a la Comunidad Internacional, que era la que garantizaba la supervivencia del sistema. Todo bajo control, Koya, hasta que un día decidiste hacerte un tajo en la muñeca y sacarte el maldito chip. Gritaste como marrana, como un condenado hijo de puta, y luego vertiste un chorro de whisky sobre la herida y la vendaste. La sangre no te importó. Lo tenías todo planeado. Caminaste hacia las afueras de la ciudad hasta que diste con un perro callejero. Manso, tranquilo el perro, dócil como cualquier muerto de hambre que pulula por este suburbio apestoso. Sacaste una salchicha de tu bolsillo y se la tiraste. El animal se acercó con cautela pero desesperado. Te pusiste en cuclillas y lo acariciaste. El perro comió la salchicha casi sin saborearla. La tragó derecho y se relamió. Quería más, estaba famélico el desgraciado. Pegaste el chip con cinta adhesiva a una medalla. Enganchaste la medalla en un collar de perros y se lo pusiste alrededor del cuello. Prendiste la hebilla y volviste a acariciarlo. El animal te lamió la mano. Del otro bolsillo sacaste otra salchicha y se la tiraste unos metros más allá. Él corrió y la comió con la misma fruición que la anterior. Aquella noche fuiste su mejor amigo.
Excelente idea, Koya. Ahora, desde el sistema inteligente del Centro de Control Ciudadano, monitorearían a un pobre perro que deambulaba sin rumbo fijo. Tardarían en darse cuenta de que ya no te tienen, Koya. Disfrutaste esa noche y todas las que siguieron. Y cada vez que le dabas un trago a la botella de whisky recordabas el glorioso momento en que decidiste ser libre. Estabas feliz: cantabas mientras volvías a tu departamento. Cantabas y saltabas y ya no te importaba el tajo sangrante en la muñeca.