De regreso al departamento, el panorama era el de siempre. Desgraciados tirados en el suelo, durmiendo en cualquier rincón. Tachos con fuego adentro para calentarse. Gente comiendo lo que sea a orilla de los tachos. Colchones en el suelo. Sillones desvencijados que servían para descansar un rato bajo el cielo rojizo y oscuro de cada noche. Perros vagabundos dando vuelta alrededor de los vagabundos humanos, todos buscando algo de calor y comida, también un poco de agua. Durante el camino levantó la vista dos o tres veces y se animó a mirar a los ojos a un par de desventurados. Primero a uno, sentado en el piso tomando algo en una jarra y apoyado en la pared. Luego, unos metros más allá, a una mujer, tirada sobre unos cartones y tapada con una manta gris, mugrienta y percudida. Doblo por la esquina de una calle que lo llevaba directo a la avenida principal, que a su vez lo conducía a la ciudad sacándolo del downtown. Miró a otro que venía de frente. El tipo se detuvo como para pedirle algo. Él te vio y abrió los brazos. Vos apenas lo miraste y seguiste caminando. Te reconociste en ellos. En cada uno de esos miserables que miraste a los ojos estabas vos, Koya. Nos esperaba eso y más. El mercado no discriminaba, era marxismo en su estado adefesio: todo deformado y pasado por el tamiz del neodecadentismo irreversible. Ni el polaco Bauman lo había imaginado tan calamitoso. Los ojos de esos malvivientes serían los tuyo muy pronto, Koya. Lo sabías pero dabas vuelta la cara a ese espejo que se te venía de frente y dentro de poco te impactaría de lleno. No falta mucho para el final. ¿Te diste cuenta, Koya, que si todo se acaba en breve no vas a tener tiempo de vengarte por lo que te hicieron? Sí, estabas consciente de ello y por eso la angustia te carcomía por dentro, hora tras hora, la idea actuaba como un líquido corrosivo que se comía todo adentro tuyo. Cada hora que pasa te hiere, escribió alguien una vez, y la última te matará.