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Una idea te había dado vueltas por la cabeza por estos días. El episodio del agua a orilla del río te había despertado una inquietud que, de salirte bien, no serías uno más entre estas ratas urbanas. Habías ido al río que bordea la zona oeste de la ciudad y habías recogido un bidón lleno. Tres litros de aquella agua pestilente ahora eran tuyos. Diste un vistazo antes de irte del río. Seis pobres infelices estaban ahí muertos. Algunos más putrefactos que otros, algunos más destripados. Los perros se comían a los muertos. Desde el Centro de Control Ciudadano habían alertado a todas las personas, trasmitiéndoles imágenes de estos pobres infelices tirados a la vera del río. No se podía tomar agua del Río Urbano. El agua estaba contaminada, era pura mierda que mataba. NO TOMAR AGUA DEL RÍO, ésa era la orden del CCC. Pero la sed había podido más que la orden y quienes no tenían crédito en sus chips para buscar su ración de agua, no tenían otra que arriesgarse a buscar agua en el río. Vos habías hecho lo mismo. Tomaste tu bidón de la alacena, caminaste hasta la orilla, llenaste el bidón y volviste a tu departamento. Pero no ibas a caer en la trampa, Koya, eras demasiado inteligente para dejarte fregar más de lo que ya te habían fregado. Desde el quinto piso miraste una vez más por la ventana, y repetiste esa frase que tanto te gustaba mientras sonreías con la malicia de siempre que ya se había convertido en un gesto más de tu cara. Sonreíste. Malicia. Entonces dijiste: “Apocalipsis, Capítulo 16, Versículo 16: Entonces hubo relámpagos, estruendos y truenos, y la tierra tembló a causa de un terremoto tan violento como jamás hubo otro igual desde que el mundo es mundo. La gran ciudad se partió en tres, y las ciudades del mundo se derrumbaron; y Dios se acordó de la gran ciudad de Babilonia para hacerle beber el vino de su ira terrible”.