Daya
Lo primero que hago es correr a toda velocidad. Mis piernas se mueven hasta más no poder y siento como el cansancio me invade poco a poco.
Necesito un descanso.
Miro a mi alrededor y busco un lugar en donde refugiarme y pasar la noche, sin embargo, lo único que encuentro son puros árboles de más de diez metros que cubren todo el camino directo a casa. Suelto un suspiro de frustración y sé que solo me queda trepar hasta la rama más alta. Sigo corriendo y llego hasta el árbol que me parece más seguro y comienzo a trepar en él.
De pronto, siento como el miedo crece dentro de mí y no estoy segura de qué se trata. El desconcierto me atrapa y casi caigo al querer aferrarme de una de las ramas, la piel se me pone de gallina y el presentimiento de que algo fuerte se avecina me anima a subir la velocidad. Sin embargo, ya a punto de llegar a la rama más estable, siento que algo tira de mi pierna haciendo que pierda el equilibrio y suelte una de mis manos a un lado. Quedó colgando de la otra.
Miro hacia abajo y veo a una persona sonriendo de la manera más macabra que he visto en mi vida. Abro los ojos tanto como puedo y empiezo a dar patadas para que este caiga cinco metros abajo, pero no lo logro. Él empieza a seguirme y ya no le veo sentido en llegar hasta lo más alto para esconderme. Las lágrimas invaden mis mejillas y la desesperación llega a mí en menos de lo que cuento hasta tres.
Estoy perdida.
— Daya...—escucho que susurran de alguna parte del bosque. Miro a todos lados tratando de buscar al dueño de la voz, pero no lo encuentro.
— Daya...—vuelvo a escuchar esta vez aún más cerca.
Me veo confundida de inmediato, ya que no sé de donde proviene la voz. Hago caso omiso y vuelvo a mirar hacia abajo para ver si él sigue siguiéndome, sin embargo, me quedo en esa posición observando que ya no hay ningún rastro. Se ha ido. Suelto un suspiro de alivio y vuelvo a mirar hacia las ramas, pero pego un grito al cielo al darme con la sorpresa de que ahora se encuentra en frente de mí, impidiendo el paso. Pierdo el equilibrio y esta vez mis dos manos se sueltan de su agarre y empiezo a caer al suelo. Cierro los ojos esperando el impacto y es ahí cuando vuelvo a escuchar la voz.
— Estamos aquí, Daya...
Pasan unos minutos y no siento golpear con nada, entonces decido abrir los ojos para ver qué es lo que está pasando a mi alrededor.
Estoy flotando.
— Míranos, Daya—alguien habla a mi lado y volteo rápidamente antes de que se me escape y ya no pueda verlo.
Me sorprendo al instante.
Los miro de pies a cabeza y no me cabe la menor duda de que sé quiénes son. Sus pequeñas sonrisas se ven opacadas por la suciedad entre sus dientes a la vez de que sus ropas están cubiertas de sangre ya seca. Uno de ellos tiene un hoyo en la cabeza mientras que el otro tiene un tobillo destrozado. Sin embargo, a pesar de verlos en ese aspecto, lo único que logran transmitirme es seguridad. Me siento segura con ellos aquí.
Estoy a punto de hacerles una pregunta cuando aquel demonio aparece frente a nosotros. Por instinto, me coloco detrás de ellos y me quedo observando la escena sin poder hacer nada, porque el miedo me invade de nuevo. Los niños se miran entre ellos para luego observar cada movimiento de su enemigo. Todo se comienza a poner tenso. Comienzo a pensar que es mejor que me vaya de ahí y escapar lejos para que no me encuentren, pero sé que eso lo llamaría ser cobarde al cien por ciento.
El chico comienza a acercarse poco a poco y siento que esto va a terminar peor de lo que una vez fue. Inhalo y exhalo profundamente y entonces avanzo unos pasos más para encararlo. No voy a permitir que los lastime de nuevo. Esa horrible sonrisa aparece en su rostro y en segundos la piel se me eriza y un escalofrío recorre todo mi cuerpo. Aún así no me dejo.
— No te atrevas a acercarte a ellos...—le digo intentando sonar un poco seca, a pesar de que mis palabras tiemblan.
Este solo sonríe de lado y desvía su mirada a mis espaldas, donde se encuentran los niños.
— Deben dormir, pequeños. Ya es demasiado tarde.—susurra con un tono de voz suficiente como para poder escucharlo.
Es ahí cuando empieza a avanzar más rápido y de manera decidida. Retrocediendo, voy abriendo los brazos como manera de protección y atraigo más a los pequeños para que se peguen a mi cuerpo. Está muy equivocado si cree que puede hacerles daño.
Entonces, hace algo que me deja con las palabras en la boca. Desaparece.
Desesperada, miro hacia todos lados para ver que no es uno de sus estúpidos trucos y que, en realidad, se ha ido. Minutos después no encuentro ningún rastro y suelto un suspiro de alivio. Parece que estaremos bien, al menos por ahora.
— Creo que debemos ir...
— ¡Daya!—grita uno de los niños y lo miro confundida. Sin embargo, cuando siento que mis fuerzas se van yendo poco a poco, entiendo el porqué de su grito.
Caigo de rodillas al suelo y llevo las manos a mi vientre que ahora está repleto de sangre. Me toma sólo unos segundos en darme cuenta que me ha traspasado con sus garras y siento mi alma desfallecer.