Daya Palmer era una chica como cualquiera. Iba a la escuela, salía de compras, iba a fiestas, etc. Vivía con su hermano mayor en un apartamento de un edificio de diez pisos, en donde tenía dos buenos amigos con los que siempre paraba cuando no había nada que hacer. Sus padres habían muerto en un accidente automovilístico cuando volvían de visitar a sus abuelos, afortunadamente a ella y a Olie no les había pasado nada más que algunos rasguños, sin embargo, sus progenitores no habían corrido la misma suerte.
Un día, después de volver de la escuela, se da con la sorpresa de que el dueño del edificio los había mandado a cambiar de apartamento, ya que el suyo estaba corriendo con algunas imperfecciones y habría que arreglarlo antes de que todo empeore. Los habían mandado al piso ocho, donde no vivía nadie más que una anciana que cuidaba de su sobrina enferma. La anciana, de vez en cuando, recibía la visita de su sobrino menor, quien le llevaba algunos víveres y medicamentos para su hermana.
Daya pensó que todo seguiría como antes, aún así al haberse cambiado de piso. Sin embargo, se equivocó. Todo empeoraría desde la mudanza. Sus días comenzaron a ser tormentosos hasta el punto de querer volverse loca, pero lo peor de todo era que ni su hermano ni nadie podían ayudarla. Todos pensaban que era fruto de la etapa por la que estaba cruzando, el estrés y todo lo demás en la adolescencia. Aunque no, no se trataba de eso. Ella sabía que era algo más, algo fuerte y poderoso. Algo con lo que no podría lidiar sola.
Algo que la tendría que vincular con el sobrino de la ancianita. Thomas.