—Fue hecho según tus indicaciones. —Edoardo caminaba detrás de ella mientras revisaba su nuevo consultorio. Trabajar como la doctora de una organización mafiosa nunca había sido su sueño, pero tampoco podía quejarse. Daría su contribución a la familia sin mancharse las manos de sangre.
—Está todo perfecto. —susurró revisando la pequeña farmacia que tenían provista de lo más necesario—. Todo lo que necesitamos está aquí.
—¿Vas a estar bien trabajando aquí? —se giró hacia Edoardo encogiéndose de hombros.
—Claro que sí. —aseguró, echándole los brazos al cuello. Edoardo pasó los suyos por su cintura, abrazándola con fuerza—. Este es mi lugar.
—Este es tu lugar. —La besó con delicadeza, probando sus labios después de tanto tiempo. El sabor del beso se derramó por sus entrañas, haciéndola temblar en sus brazos. Se levantó de puntillas para profundizar el beso, pero las voces fuera del consultorio hicieron que se separen—. No veo la hora de que lleguemos a nuestra casa.
La cabaña que habían reclamado como suya se encontraba en la finca De Santis, alejada unos cuantos kilómetros de la casa principal. Salir de la tierra familiar era impensable, pero Edoardo había encontrado la manera de conseguirles privacidad sin ponerse en peligro.
—Me gusta cómo suena eso. —sonrió, echándole una ojeada a la puerta. Aún de puntillas, le dejó otro beso rápido en los labios; se alejó antes de que Enzo entrase.
—El coche está listo. —avisó, evitando su mirada.
—Ya venimos. —Contestó Edoardo—. ¿Vamos? —quiso saber.
—Un secondo. —pidió, sacando de la bolsa el mantel que le había regalado Aurora y lo colgó encima de la silla; dejó el bolígrafo de su hermano sobre la mesa, junto a la placa que le había regalado su zio.
—Falta esto. —La voz de Edoardo a su espalda hizo que se girara, este tenía su diploma encuadrado.
—¿Dónde lo conseguiste? —Este se encogió de hombros, misterioso.
—¿Dónde lo pongo? —Le señaló la pared a la izquierda de su escritorio.
—Mis pacientes no serán muy quisquillosos, créeme. —Rio, ayudándole a colgar el diploma.
—Tienes mucho de que estar orgullosa. No importa quién lo vea. —La abrazó; Gina se apretujó a su costado.
—Estoy orgullosa. —habló—. Muy orgullosa. Ya podemos irnos. —se separó y tomó sus cosas, Eduardo la siguió de cerca.
El coche estaba esperándoles fuera del consultorio, con Enzo al volante.
—¿No hay más seguridad? —se interesó.
—Estaremos en nuestra tierra. —Le quitó importancia—. Enzo es más que suficiente. Además, me tienes a mí para protegerte.
—Obviamente. —Rio, entrando al coche. Apoyó la cabeza sobre el hombro de Edoardo cuando este se acomodó—. Eres mi héroe. —Él rio, pasándole el brazo por los hombros para acercarla más.
La cabaña estaba igual a cuando la dejó. Con el mismo olor familiar que adoraba, los mismos muebles y la misma calidez que siempre la había mantenido arropada.
—Es igual. —dio voz a sus pensamientos, pasmada. Edoardo dejó sus cosas al lado de la puerta.
—No quise cambiar nada. —le dijo—. Pedí que nos llenen la nevera, que dejen algunas cosas para nosotros.
—¿Tienes hambre? Puedo prepararnos algo. —Edoardo soltó una carcajada; Gina lo fulminó con la mirada.
—¿Desde cuándo cocinas? —Siguió riendo, apoyando en la pared—. ¿Nos quieres matar?
—¿Sabes qué? Voy a preparar algo para mí misma y tú te las arreglas. —caminó hasta la cocina, empezó a rebuscar en la despensa.
—¿Te enojaste? —Edoardo la siguió hasta la cocina, pero se había detenido en la puerta. Gina negó, distraída.
—Ah, tenemos lasagna. —murmuró, sacando una bandeja llena.
—Grazie a Dio. —Le tiró un trapo, Edoardo la esquivó con elegancia.
—Sei un idiota. —lo reprimió, divertida—. ¿Me ayudas? —El hombre asintió, adentrándose a la cocina.
Pusieron la mesa en menos de cinco minutos, Gina disfrutó el sabor de la lasagna casera.
—La comida en el campus no fue gran cosa. —Habló cuando termino de comer, Edoardo les había servido vino de su bodega familiar—. Specialmente, para alguien quien creció con la comida de Francesca. Tuve que aprender a cocinar. —Se encogió de hombros, él la escuchaba con atención—. Me defiendo. —fue humilde, aunque había atendido varios cursos de cocina —italiana— que la habían ayudado muchísimo.
—Me muero por verlo.
—Hace, literalmente, cinco segundos te lamentabas. —Edoardo no se dio por aludido.
—¿Terminaste? —Gina asintió—. Ven.
—¿A dónde vamos? —preguntó mientras subían las escaleras. Sabía que ahí arriba solo estaba su habitación, pero la timidez volvió a apoderarse de ella.
—Si cambié algo en la casa. —Gina frunció el ceño a su espalda, pero no comentó nada. Esperaría para ver el dichoso cambio, antes de emitir opiniones—. Espero que te guste. —comentó, la mujer siguió en silencio.
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Editado: 05.05.2022