A. Alexa. All'italiana

7

—¿Estás segura de que todo está bien? —Giulia parecía nerviosa mientras se ponía la camiseta de vuelta; Gina sonrió con calma.

—Completamente. —aseguró—. Mira, te voy a imprimir la foto también, para qué estés más tranquila.

—¿Puedo tener una foto? —La mujer parecía encantada. Gina asintió.

—Espérame en la oficina, ¿sí? —Giulia aceptó, dejándola sola en la sala de ecografías. Gina tecleó en su computadora para imprimir la ecografía y luego salió, metiéndola en un sobre—. Aquí tienes. —le entregó, la mujer se abrazó al pedazo de carta con fuerza.

—No tuve una imagen de mis otros hijos. —le confesó, aunque Gina lo sabía muy bien.

Las mujeres raramente iban al médico y en las pocas ocasiones eran visitas relámpago —y clandestinas. Nunca tuvieron la oportunidad de preocuparse por su salud más allá de la curandera del pueblo —una mujer ya mayor que no podía ocuparse de sí misma. En momentos como ese, comprobaba que su decisión había sido acertada. Esa gente no necesitaba más soldados armados para sus negocios, necesitaba a alguien quien se ocuparía de los más vulnerables. Y Gina estaba determinada a ser ese alguien.

—Apuesto que ahora si tienes muchas fotografías suyas. —la calmó, Giulia asintió.

—No tengo espacio ya en la casa donde ponerlas. —rio, Gina la acompañó—. Pero, esto es diferente. —Señaló el sobre donde descansaba la ecografía.

—Debes volver el próximo mes. —Le instruyó Gina—. Entonces podremos ver el sexo del bebe también. —Una lágrima descendió por la mejilla de Giulia. Dejándole un momento a solas, Gina se levantó y buscó algo en el gabinete de las medicinas. Le entregó dos botellitas—. Son vitaminas, no le harán daño al bebe. Es para que tus síntomas disminuyan. —le explicó.

—Gracias, Gina. —Susurró la mujer, metiendo las medicinas en su bolso—. Eres un sol. No sabes lo que significa para nosotros que estés haciendo esto.

—Es mi manera de devolverles todo lo que hicieron por mí. —dijo—. Construyeron un hogar para mí cuando más lo necesité. —Giulia era una jovencita de diecisiete años cuando Gina apareció en la organización; recordaba la niña asustada y traumada que fue y fue una de muchos que le dieron una mano, quienes le recordaron que no todo era maldad en el mundo.

—Eras tan adorable. —Rio—. Era imposible no quererte. Y todos estamos muy felices de que hayas vuelto con Edoardo. —Gina no quiso corregirla y decirle que, en realidad, Edoardo y ella nunca se separaron—. El pueblo necesita una mujer como tú a su lado.

—Me voy a sonrojar. —Protestó, no estaba acostumbrada a tantas alabanzas—. Ya, vete. —rio—. Seguro que Tommaso también muere por ver la foto.

Certamente. —sonrió—. Quiso venir, pero alguien tuvo que quedarse con los niños.

—Te acompañó. —Gina la siguió hasta la puerta y suspiró al ver que nadie esperaba fuera del consultorio.

Ese día había empezado temprano y hasta bien entrada la tarde, los pacientes seguían entrando sin parar. Supo que la apertura del consultorio significaría mucho para los pueblerinos, pero nunca imaginó una ola tan grande. Cuando Giulia desapareció tras la esquina, colgó el letrero que decía que estaba en pausa y cerró la puerta con llave. Suspiró.

Había pedido que los archivos de la morgue y de los hospitales comunes se trasladaran a su consultorio, quería tener todas las historias médicas al alcance de la mano. En cuando a lo otro, detrás había una razón un poco más egoísta.

—¿Dónde los dejaron? —Entró a la stanza dónde guardaba el papeleo y empezó a rebuscar, pero sin mucho éxito.

Aún no había encontrado el tiempo de ordenar los archivos bajo su sistema, así que todo estaba en caos. Le pareció escuchar alguien tocando la puerta, pero pronto se convenció de que no era así. Casi gritó de felicidad al encontrar el archivo con un apellido conocido: Russo.

—Aquí estás. —susurró, levantándose para salir de la habitación polvorienta. Definitivamente, debía limpiarla pronto.

Se sentó tras el escritorio y abrió el archivo, pero un toque en la puerta la interrumpió.

—¿Amore? —Ocultó el archivo en un cajón y fue a abrirle a Edoardo—. ¿Por qué cerraste?

—Necesitaba un caffé. —explicó—. Estuve ocupada desde la mañana y ahora decidí aprovechar que no había nadie. ¿Tú, qué haces por aquí? —Edoardo se acercó para dejar un beso sobre su mejilla.

—No te vi está mañana, te extrañé. —explicó. Gina se había escabullido temprano para buscar el archivo, pero se había encontrado con una sorpresa al llegar al consultorio, truncando sus planes.

—Quise empezar temprano y tú necesitabas descansar. —sonrió—. Ven, te hago un café a ti también. —ofreció.

Se entretuvo preparando las bebidas, Edoardo se sentó en el sillón grande al lado de la ventana. La mirada de Gina iba furtivamente hasta el cajón, como si la carpeta saltaría de ahí en cualquier momento para delatarla.

—Papá quiere concretar una reunión pacífica con los Bianchi. —La taza tembló en la mano de Gina, pero su novio estaba mirando por la ventana, no hacía ella. La posó sobre la mesa con cuidado y buscó la suya—. No creé que fueron ellos quienes mataron a Luccio.




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