A. Alexa. All'italiana

14

15 años atrás

 

El fuego que su mamma había encendido crepitaba en la chimenea. Bruno estaba dormido sobre sus piernas, apretando con fuerza la tela de su pijama. Lucrezia, por su parte, no podía quitar la mirada de las llamas. La asustaban y la fascinaban al mismo tiempo. Con una mano acariciaba la cabeza de su hermano menor, con la otra agarraba un teléfono celular. Su madre le había dicho que lo usé para llamar a su tía si ella no volvía hasta la noche.

La noche había caído hacía mucho tiempo, pero Lucrezia seguía sin atreverse a hacer la llamada. Hacerlo sería aceptar que algo le había pasado a su madre. Había inventado la excusa de que lo hacía por Bruno; quería esperar a que él se durmiera y luego llamaría. Él no tenía por qué saber lo que estaba sucediendo. Su hermano era solo un año menor que ella, pero Lucrezia había hecho todo lo que podía para mantenerlo ajeno al infierno que vivían. Los disparos no eran disparos, eran fuegos artificiales. Los gritos de dolor eran gritos de felicidad. La cabaña en la que se escondían no era un refugio, era su casa vacacional. Y sí, seguían en casa, en Nápoles. No habían huido hasta otra región, donde su madre esperaba encontrar un poco de ayuda.

Huyeron de un infierno para aterrizar en otro, creía Lucrezia. Pero, al menos, ahí estaba su tía y ella había prometido ayudarles. Les había conseguido una cabaña recluida y sus guardias estaban dispersos por los alrededores, cuidándolos desde las sombras. Más, esa noche, algo había salido mal. Su madre se fue de casa con prisas, dejándolos solos. Nunca antes lo había hecho. Y los guardias, no podía detectarlos. Ellos pensaban que eran muy buenos escondiéndose, pero en esos pocos meses que estaban ahí. Lucrezia había aprendido sus patrones, sus intercambios y los códigos según cuáles se comunicaban. Todo eso faltaba esa noche, como si todo el mundo a su alrededor se había quedado dormido de repente. Hasta el bosque parecía curiosamente tranquilo.

La puerta se abrió y Lucrezia pudo reconocer los pasos de su madre. Era una mujer fuerte y decidida y caminaba de la misma forma. Pisaba el piso con fuerza, orgullosa de ser quien era.

—No he llamado a la tía. —le dijo en voz baja, cuidando de no despertar a Bruno—. No quise que Bruno me escuchara. —mintió, pero su madre aceptó la mentira. Se arrodilló ante ella y le acarició la cabeza con ternura.

—Lo siento por dejarlos. —se excusó, Lucrezia se encogió de hombros. Sabía cuidarse por sí sola—. Algo pasó en la casa de tu tía. —le explicó.

—¿Papá vino? —La mujer negó con la cabeza, la tristeza fue evidente en sus ojos.

—Tu primo, ¿lo recuerdas? —la niña asintió. Su primo tenía la edad de su hermano; lo habían visto solo una vez en su vida, cuando volvieron corriendo a la Sicilia—. Tuvo un accidente.

—¿Está bien? —quiso saber, recordando la sonrisa traviesa del pequeño. Su madre negó.

—Murió. —avisó. Lucrezia se sintió triste; no le gustaba que un niño muriera—. Tuve que ir con tu tía, ¿entiendes?

—Ella necesita a su hermana mayor. —susurró. Su mamma asintió.

—Así es. Igual que Bruno siempre necesitara a su hermana mayor. —Se levantó para tomar al pequeño en brazos y llevarlo hasta su habitación, Lucrezia la siguió.

—¿Por eso los guardias se fueron también? —preguntó. Ginevra se detuvo en seco.

—¿Qué? —preguntó en un hilo de voz, Bruno se removió en sus brazos.

—Los guardias no están. Se fueron poco después de que tú te fueras. —explicó, encogiéndose de hombros.

—Lucrezia, ¿Por qué no me lo dijiste? —siseó, presa del miedo. Lucrezia supo que había hecho algo mal por la expresión de su madre.

Mi dispiace. —se disculpó, Ginevra negó con la cabeza.

—No importa. —la tranquilizó, luego retomó su caminata. Dejó a Bruno en la cama más alejada de la puerta y llamó a la pequeña que se le uniera—. Quédate aquí con tu fratello, ¿sí? —La niña asintió—. No salgas por ninguna razón, cariño. ¿Me entiendes? Pase lo que pase, oigas lo que oigas, no salgas de aquí. No dejes a tu hermano solo. —Lucrezia siguió asintiendo, asustada. Ginevra se inclinó sobre su hijo para dejar un beso sobre su frente, hizo lo mismo con su hija—. Los quiero tanto. —susurró.

Ti amo, mamma. —murmuró la niña, viéndola salir.

Algo estaba mal. El bosque ya no estaba tranquilo, parecía más amenazante que nunca. Lucrezia se sentó en el piso, al lado de la cama de Bruno, y fijó la mirada en la puerta. Aguzó los oídos, intentando escuchar cualquier sonido fuera de lo normal. Todo parecía estar en orden, hasta quince minutos más tarde, cuando oyó algo cayéndose. Apretó con fuerza la sabana que cubría a Bruno, rogando en silencio que fuera un ruido aislado. Pero, no lo fue. Empezó a escuchar voces, golpes, pasos acercándose.

—Lo siento, mamma. —susurró, pero no podía mantener su promesa. No podía quedarse ahí, solo esperando—. ¡Bruno! —sacudió a su hermano, pero este no la escucho—. ¡Bruno! —siseó con más fuerza, alternando la mirada entre el pequeño y la puerta, esperando el momento en el cual el monstruo aparecería ante ella. Bruno abrió los ojos, soñoliento, no entendía que estaba pasando—. ¡Alzati! —ordenó con la mejor voz de hermana mayor que pudo fingir—. ¡Vamos a jugar a las escondidas! —mintió, el pequeño se levantó con entusiasmo.




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