A. Alexa. All'italiana

17

Edoardo no sabía cómo su padre soportaba reunirse con las familias rivales y fingir que todo entre ellos estaba bien. Durante años, por esas tierras había corrido la sangre de unos por mano de los otros. Era algo intrínseco en su forma de ser, en su existencia. En Sicilia, nacías odiando a los otros, sin siquiera hacer preguntas. Carlo De Santis era conocido en sus tierras por ser un hombre diplomático y leal a su palabra; pero, existía una razón por la cual nadie se metía con su familia. En la guerra, era despiadado. Y ahora, con su hija en peligro, todos conocerían la furia desmedida de uno de los hombres más poderosos de la región.

Más, los mayores se habían reunido en el despacho de su padre, dejándolos a ellos la tarea de resolver la situación. Claramente, primero debían nadar por ríos de odio y rencor antes de llegar a la orilla de la compresión y la cooperación.

—¿No te molesta? —Aldo Rossi rompió el silencio tenso en el que estaban sumidos, dirigiéndose a Giuseppe. El menor lo miró con desinterés, pero Edoardo no se dejaba engañar. Había tanta inteligencia en su mirada que nunca se atrevería a tomar a Giuseppe como un enemigo insignificante.

¿Cosa? —preguntó al final, seguramente hastiado por las miradas de todos fijas en él.

—Eres el heredero de los Bianchi y es otro quien ocupa tu lugar. —explicó Aldo, como si el otro hombre fuera un imbécil. Giuseppe se encogió de hombros.

—No es tu problema. —dijo, volviendo la atención a su celular. Aldo carraspeó, queriendo añadir algo más, pero el joven lo cortó con voz seca—. ¿No tenemos una misión qué planear? —instó, mirando a su alrededor—. Pueden pensar que este es un problema de los Bianchi y de los De Santis exclusivamente, pero entonces debieron haberse perdido la parte de la historia donde dijeron que cada una —miró a los herederos uno a uno con atención— de sus familias participó en la aniquilación de la familia de Leonardo Ferrara. —les recordó—. Hoy somos nosotros, pero mañana serán ustedes. —Sus palabras sonaron proféticas; nadie dijo nada por unos minutos.

—Tenemos que trabajar juntos. —Edoardo tomó la palabra, apoyando al joven. Él estaba el más interesado en resolver esa situación pronto—. Individualmente, tenemos poco o nada sobre este hombre. Pero, si las suposiciones de nuestros padres son correctas, lleva en nuestro territorio mucho más tiempo del que pensamos. Un error debió de haber cometido.

—Deberíamos crear una línea temporal. —propuso Elisa. Estaba furibunda por las verdades que salieron a la luz, pero más determinada que nunca en encontrar al asesino de su hermano—. Debemos descubrir donde puede esconderse, quienes le ayudarían en la Sicilia. Quienes le ayudarían desde Nápoles.

—Nadie. —Se metió Giuseppe—. Los Ferrara tenían una cierta manera de hacer las cosas. El capo era el centro de su organización y cuando él murió, fue fácil terminar con los demás. Lo único que queda de su imperio son las ruinas.

—¿Estás seguro? —insistió Elisa.

—Teníamos un ojo sobre ellos todo este tiempo.

—No hicieron un muy buen trabajo, precisamente. —pinchó Aldo de nuevo; Giuseppe lo fulminó con la mirada.

—Todos pensaron que Leonardo murió esa noche. —explicó—. Lo más probable era que se cayó por el acantilado y todos sabemos que desde ahí nadie sale vivo.

—Entonces, ¿Cómo sobrevivió? —insistió Aldo.

—¿Importa? —Se metió Edoardo—. Está aquí y está causando problemas. Es lo único que debe concernirnos. Tuvo que conseguir un equipo en alguna parte. —dedujo—. Las emboscadas que nos tendía eran bien ejecutadas, bien planeadas. Golpes profesionales.

—El primer ataque fue a los Rossi. —Una voz tierna se escuchó desde la entrada. Sofía entró con seguridad, deteniéndose entre Edoardo y Giuseppe.

—¿Qué haces tú aquí? —la increpó Elisa. Sofía la ignoró.

—Luccio fue el primero en darse cuenta de las conexiones. Lamentablemente, no pudo advertir a nadie del peligro, pero… sé algunas cosas. —comentó. Elisa resopló, pero Edoardo le indicó con una mirada de que no era momento para rencillas personales.

—¿Cómo cuáles? —preguntó. La mujer prosiguió a hablarles de las sospechas de Luccio y de cómo había decidido ir al intercambio él mismo para confirmarlas, encontrando su muerte.

—Ahora que lo recuerdo, —habló el jefe de seguridad de los Rossi—, tuve una llamada perdida de su parte solo días después de la emboscada. No le llamé de vuelta porque estábamos muy ocupados. —se encogió de hombros.

—Deberíamos asumir que era la persona que tenía más información sobre este tipo. —Añadió Aldo—. ¿Revisaron sus notas, sus documentos? Tal vez dejó algo atrás. —Todos se giraron hacia Elisa. Esta negó.

—Repasé todos sus documentos cuando asumí el puesto, no encontré nada sospechoso. Aunque, teniendo en cuenta que protegía a Gi… a Lucrezia, nunca dejaría algo rastreable.

—Otro callejón sin salida. —musitó Aldo.

—Hay algo que no podemos pasar por alto. —Giuseppe se levantó, empezó a caminar por la sala con nerviosismo—. Todos fuimos su objetivo y en cada uno de los ataques tuvo un éxito rotundo. Conocía las rutas, la protección, las líneas de escape.

—Alguien estaba brindándole información. —Concluyó Edoardo—. Pero, ¿en todas las familias?




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