Gina entró a la habitación con cuidado de no despertar al paciente. Se aproximó a la cama y casi soltó un grito al verlo despierto.
—Idiota. —musitó, tirándose a su brazo. El hombre protestó, pero no hizo nada para liberarse.
—Mi hombro, Gina. —dijo finalmente, cuando ella ya se retiró. La mano de Gina voló hasta donde estaba su herida y lo acarició con suavidad.
—¿Cómo te sientes? —preguntó, Alessandro esbozó una sonrisa socarrona.
—Cómo si me hubieran golpeado brutalmente. Y después disparado. —Contestó, Gina rodó los ojos—. Estoy bien. —se enserió—. Los calmantes están ayudando.
—No deberías tomarlos, idiota. —replicó—. Perdiste la consciencia, puedes tener un sangrado…
—Me desmayé por la sorpresa, querida, no por el dolor. —la interrumpió, aun con esa sonrisa en sus labios. Gina no pudo resistirse, sonrió ella también—. ¿Cómo está la pequeña guerrera?
—Está en casa. —respondió—. Iré a verla más tarde. Debe de estar muy asustada. —comentó.
—La primera vez que descargas un arma, algo dentro de ti cambia para siempre.
—Lo sé. —Dijo con pesar—. El último pedazo de tu inocencia desaparece. —Ella lo sabía muy bien; había perdido ese pedazo cuando aún debió de jugar con muñecas.
—¿Edoardo? —Quiso saber su hermano—. Escuché que está herido. —Las lágrimas acudieron a los ojos de Gina sin invitación, las limpio bruscamente.
—Está en coma. —Era la primera vez que lo decía en voz alta desde que el médico les dio la noticia, solo pronunciarlo hacía que fuera más real—. Dicen que es lo mejor para mantenerlo estable, pero…
—No creerás que se pondrá bien hasta verlo despierto. —dedujo Alessandro, Gina asintió con la cabeza.
—Aún no puedo aceptar todo lo que sucedió. —se lamentó—. Te juro que siento ganas de matarla con mis propias manos. —Los impulsos asesinos que la asaltaron desde que se descubrió quién era el responsable de tanta tragedia no la abandonaban. Y el hecho de tener a Alessia a una habitación de distancia, no ayudaba en nada.
—Los Bianchi se encargarán de ella. —La calmó Alessandro—. Les corresponde a ellos.
—Es su hija. Su hermana. —Dijo Gina—. ¿Cómo condenar a tu propia sangre?
—Fácil. —Alessandro se encogió de hombros—. Alessia firmó esa condena cuando fue en contra de su propia madre.
—Aun así. —insistió—. Debe de ser desgarrador.
—Lo es. No dejo de pensar en eso desde que apareció delante de mí, revelándome ese plan macabro que había tramado. —Gina buscó su mano y la apretó con fuerza, perdiendo la mirada en la ventana—. Ahora todo terminó. —Las palabras de Alessandro la devolvieron a la realidad—. Puedes volver a casa.
—Estoy en mi casa. —Respondió, sin comprender.
—Me refiero a ser tú misma, recuperar tu identidad. Si quieres, podemos volver a los Estados, ahí tienes una vida ya armada. —Gina retiró la mano, sin poder creer lo que estaba escuchando.
—Alessandro, no me voy a ir de aquí. —Dijo con firmeza—. Esta es mi casa, mi familia. El único lugar donde me sentí segura en toda mi vida.
—Está bien. —Alessandro se encogió de hombros—. No quise ofenderte. Solo, pensé que después de todo lo que sucedió, querrás irte lo más lejos posible.
—Pensaste mal. —Replicó, deteniéndose al lado de la ventana con los brazos cruzados—. ¿Tú te quieres ir? —giró para mirarlo.
—Giuseppe quiere que me quedé con él. Aún no está preparado para asumir la posición en la familia y dice que no le importa que todos sepan que no soy un Bianchi. —le contó.
—¿Y?
—Es la única vida que conocí. —Repitió sus mismas palabras. Gina sonrió—. Pero, si nos quedamos aquí, siempre estaremos en los lados opuestos de una guerra, Lucrezia. —Escuchar su nombre de sus labios la sacudió. Nunca, después de esa noche, se llamaron así. Alessandro usaba la inicial de Bruno para firmar sus cartas en un intento de ocultar su identidad, pero por quince años fueron Gina y Alessandro. Bruno y Lucrezia murieron el mismo día que su madre.
—No necesariamente. —propuso—. Estuvieron a punto de firmar un acuerdo de paz hace algunos meses. —le recordó.
—No firmaré nada con ese imbécil. —amenazó.
—¿Por qué? ¿Por un error personal? Las cosas no funcionan así en este mundo y tú deberías saberlo mejor que yo.
—No puedo dejar pasar esa ofensa. —insistió—. Ya sabes las reglas.
—Oficialmente, no soy parte de la familia Bianchi. —le recordó.
—Oficialmente, lo eres. —contradijo Alessandro.
—¿Sí? —Él asintió. Gina aplaudió—. Perfecto, no tienes por qué firmar la paz. —le dijo—. Hay otra manera de asegurarla.
—¿Te vas a casar con él? —preguntó con el rostro desencajado—. No te merece, Gina.
—Tal vez no. —Estuvo de acuerdo—. O tal vez yo no lo merezco a él. Pero, en este momento, Alessandro, sé que daría mi vida por la suya. —confesó.
—¿Te vas a casar con él? —Repitió la pregunta.
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Editado: 05.05.2022