Tu vida podría cambiar en un segundo. O, en el caso de Valentina, ponerse mucho peor de lo que ya estaba. Un día eres una niña feliz y despreocupada, el siguiente estás enfrentando diariamente a la muerte. Un día vives en una casa de dos pisos acogedora y cálida, tu habitación se parece a la de una princesa de un cuento de hadas, en el siguiente miras las paredes grises de una habitación del hospital sin saber que había pasado. ¿Qué habías hecho para que tu mundo perfecto desapareciera de la noche a la mañana? En ese entonces, una niña de cinco años no sabía responder a esa pregunta. La joven de veinticinco, quien miraba las paredes de su hogar desvanecerse una vez más delante de sus ojos, lo hacía.
¡Nada! No había hecho absolutamente nada para merecerse tanta tragedia. Era una chica común y corriente, o al menos intentaba serlo, quien vivía y dejaba vivir. Nunca le había hecho daño a nadie, nunca había pisado siquiera una cucaracha. Pero, la vida era injusta y los que pisan cucarachas tenían más suerte que ella.
—¿Val? —Abrió los ojos al escuchar la voz de su hermana y respiró hondo para borrar cualquier atisbo de tristeza que podía adivinarse en su rostro—. ¿Estás segura de esto? —Forzó una sonrisa y giró hacia ella. Al ver a la mujer frágil delante de ella, apenas sosteniéndose en pie, pero obstinada a ayudarle con la mudanza, la rabia que sentía hacia la vida volvió con más intensidad.
—Claro que sí. —respondió tratando de que la verdad no se filtrara a través de su voz. Valeria, la mujer con la que compartía todo: desde el cumpleaños hasta la cara, no parecía convencida. Más, Valentina sabía que no diría nada, no se atrevería a hacerlo por temor a que se arrepintiera—. ¿Val? —Una sonrisa débil apareció en su rostro demacrado ante la broma.
Oh, como se habían divertido de pequeñas. En adición a ser físicamente idénticas, con sus rulos rojos indomables, sus padres habían encontrado divertido darles nombres similares. Val y Val, como les gustaba llamarlas para confundir aún más a los pobres incautos que se aventuraban a la imposible misión de diferenciar a dos pequeños terremotos. Se reían sin parar cuando su abuela las reprendía por engañarla; cuando su tía se tomaba del pelo al no saber quién había destrozado su labial preferido. Se reían, hasta que un día la risa desapareció de sus vidas.
—Dime. —La instó a hablar, sacándola del recuerdo agridulce.
—¿Acaso no quieres compartir tu habitación? —Con un ligero tono de reproche, su pregunta aumentó la sonrisa de su hermana y el corazón de Valentina saltó en su pecho por la felicidad. La sonrisa de Valeria se había convertido en un evento especial, en un fenómeno que solo los más afortunados tenían la dicha de presenciar.
—¿No ibas a dormir en el ático? —Picó de vuelta, con la risa bailando en su voz, pero sin atreverse a salir.
—Todavía tengo tiempo de arrepentirme. —amenazó, dejando la bolsa de viaje que apretaba contra su pecho en el suelo. Valeria negó con demasiada rapidez y su rostro, ya de por sí pálido, perdió el color.
Luchó por dejar el pánico afuera y corrió a su lado, llevándola hasta el sofá más cercano. En su bolsa de mano encontró una botella de agua fresca y se la ofreció. Valeria bebió con lentitud, pero no habló por unos minutos. Acostumbrada a los silencios prolongados, Valentina siguió empacando, siempre con un ojo puesto sobre la mujer encorvada sobre su sofá.
—Me gustaría… —tosió, alertándola, pero después de otro sorbo de agua, se calmó—, me gustaría poder decirte que esto no es necesario… —Al borde de las lágrimas ella también, Valentina corrió a su lado, se arrodilló delante de ella y apretó sus manos con fuerza. Una mueca de dolor le recordó que ya no podía tratar a Valeria como hacía unos meses atrás.
—Si es necesario. —Replicó con voz dura; era la única cuestión donde nunca cedería ante su hermana—. Y si la próxima palabra que va a salir de esa boca es sacrificio, te voy a pedir, amablemente, que te calles. —espetó, pero la caricia en sus manos fue suave. Valeria sonrió con debilidad.
—Eso no es amable, por más que digas amablemente. —la reprendió.
—¡Genial! Ahí tienes una nueva lección para tus alumnos. Yo ya soy grandecita. —se levantó, retomando sus labores.
—¿Cuándo llega papá? —preguntó Valeria unos minutos después, rompiendo el silencio cómodo en el que estaban sumidas.
—Le enviaré un mensaje cuando terminemos. —replicó distraída, recogiendo los artículos de su mesa de noche.
—Él está mal. —comentó de pasada, Valentina se obligó a callar la respuesta automática que afloró en sus labios.
Todos estaban mal. Su familia había sido destrozada cientos de veces en los últimos veinte años; seguían recogiendo los pedazos del primer golpe cuando el siguiente los derribaba. Pero, su padre, el hombre que debería ser su roca en los momentos difíciles, siempre encontraba la manera de ponerse en el centro de la atención. Él está mal. Él no puede soportarlo. Él está cansado de todo.
Siempre él.
—Ya se acostumbrará. —se le escapó, pero Valeria no parecía haberla escuchado—. Listo. —exclamó, cerrando el último cajón, dejando atrás lo que había sido su vida los últimos dos años.
—¿Ya? —Valeria intentó levantarse, pero las fuerzas le fallaron. Volvió a sentarse en la misma posición, convencida de que su hermana no lo había notado.
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Editado: 20.05.2022