La suerte nunca la acompañó en la vida. Lo sabía y lo aceptaba. Pero, a veces, no podía evitar preguntarse por qué precisamente ella tenía que sufrir tanto, o porque cada problema imaginable le ocurría a ella.
—¡Valentina! —La voz de Paloma interrumpió su fiesta de autocompasión—. Este es el señor Jameson, nuestro jefe. —Valentina levantó la mirada hasta el hombre y rápidamente la quitó, buscando la de Paloma. Por un instante de estupidez esperó que le dijera que era una broma, aunque en su fuero interno sabía que no.
—Un placer conocerlo. —Se levantó de la silla y le ofreció la mano, el señor Jameson se la estrechó, aún con la sonrisa divertida en sus labios.
—Puedes llamarme Jonathan. —le guiñó un ojo, Valentina retrocedió un paso. Paloma no se dio cuenta de nada, pero el lunático amplió su sonrisa—. Paloma sabe que odio que me llamen por mi apellido, ya hay dos señores Jameson en la empresa.
—Y tú eres uno de ellos, por más que te pese. —le respondió la mujer, dándole una palmada maternal en el hombro. Recién entonces, Valentina se dio cuenta de que sus manos seguían unidas, retiró la suya con brusquedad—. Ya Valentina leyó el contrato, solo falta que lo firmen. —Paloma siguió ajena a la tensión en la oficina, buscó los papeles que anteriormente Valentina estuvo leyendo y se los entregó a su jefe. Porque, Valentina se negaba a pensar en él como Jonathan.
—Lo haremos en mi oficina. —sentenció.
—Yo tengo una reunión en cinco minutos, así que… —declaró Paloma—, hazte cargo.
—Claro que sí. —asintió el hombre, indicándole a Valentina el camino. La joven prefería quedarse en la protección de la oficina de Paloma, pero no tuvo más remedio que empezar a caminar—. A veces siento que ella es la jefa y yo un mero obrero. —comentó a su espalda con voz susurrante, como si le contase un secreto. Valentina no respondió.
La oficina del lunático era un mundo desconocido para ella. Decorada en tonos marrones y blancos, desprendía una armonía que nunca esperaría encontrar en el espacio de un hombre. Aunque, pudo ser fácilmente obra de paloma. Dos sillones de cuero estaban al lado contrario del enorme escritorio de roble, en una especie de sala privada. Dos sillas giratorias se encontraban directamente delante del escritorio —para visitantes— y Valentina se dirigió directamente ahí. El lunático la tomó del brazo, negó con la cabeza y le señalo los sillones.
—Me gusta más aquí. —le explicó, encogiéndose de hombros. La mujer se sentó lo más alejada de él que pudo, ya sin la menor intención de que lo notara.
—Ya leí el contrato. —se apresuró a decir—. Estoy bien con todas las cláusulas, así que podemos firmarlo ya. —esperanzada, esperó a que él asintiera.
—Vamos a revisarlo juntos. —desplegó los papeles en la mesa de vidrio y se acercó a ella, para su completo horror. ¿Por qué tenían que revisarlos juntos?
—Pero… —no encontró una protesta válida, pero la sola palabra mostró su desacuerdo.
—¿Sabes cuantas personas dicen que leyeron el contrato y están bien con todas las bases? Finalmente, resulta que no entendieron algo, o que algo se les pasó por alto o no le prestaron demasiada atención. Y eso lleva a demandas, juicios y muchos problemas.
—Yo… —Cortó la protesta con un ademán.
—Vamos a revisarlo juntos y después lo firmarás. Es la política de la empresa. —explicó.
—Paloma no mencionó nada de eso. —murmuró, el lunático rio.
—Está bien. Es mentira. Es una política mía, pero no puedes negarme que sea genial. —Valentina no tenía nada en contra de su política, más no podía evitar contar las horas que perdería en ese sinsentido. ¿Cómo explicarle que ella aceptaría a venderle su alma con tal de conseguir ese trabajo? Ese día Valeria tenía una consulta con sus médicos y tenía la esperanza de asistir. Como pintaban las cosas, su madre estaría sola con ella.
Sin esperar que ella aceptara, Jonathan abrió la primera página del contrato y empezó a explicarle cláusula a cláusula con voz firme y clara. Nunca lo aceptaría, pero sus explicaciones le sirvieron en varias ocasiones.
—¿Quieres beber algo? —Se levantó cuando estaban por la mitad del contrato, Valentina negó. Lo observó servirse una taza de café e inmediatamente lamentó su decisión.
—Lo siento. —dijo cuándo se sentó de nuevo a su lado. Jonathan la miró sin comprender—. Por mi comportamiento ayer. Aquí y en el parque. —aclaró.
—Está todo bien. —le quitó importancia, volviendo al contrato. Empezó a leer la siguiente cláusula, pero la dejó a medias para voltearse hacia ella—. ¿Te disculpas porque te arrepientes, o porque descubriste que seré tu jefe? —quiso saber. Valentina supo que enrojeció.
—¿Tengo que responder a eso? —preguntó de vuelta, Jonathan soltó una risa seca.
—No. —dijo—. Está todo bien. —repitió, pero Valentina no lo sentía así. De todos modos, no insistió; no quería empeorar las cosas.
Sabía que repetiría todo lo dicho el día anterior de nuevo, lo único que la mortificaba era que ese hombre ahora tendría el poder de decidir sobre su futuro. No quería ni imaginar qué pasaría si por su comportamiento perdía esa oportunidad, no podría perdonárselo jamás a sí misma. Cuando él volvió a concentrarse en el contrato, ella siguió asintiendo a todo lo que decía, aunque en realidad no estaba consciente de nada. Al llegar a la última página, un suspiro se le escapó.
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Editado: 20.05.2022