A. Alexa. Lazos de odio

Prólogo

La despertó el llanto de un bebe. Se le antojaba demasiado lejano, pero era imposible no escucharlo. Luchó contra la neblina que cubría su mente, buscando despertarse e auxiliar al infante. Estaba segura de que estaba en problemas. Le fue imposible, una tarea demasiado complicada para su cuerpo aletargado y su mente frágil. Más que dispersarse, la neblina la envolvió aún más fuerte hasta arrastrarla de nuevo al pozo de la inconsciencia.

Todos sus despertares tenían que ver con el llanto. La despertaba, la invitaba a ganar consciencia y buscar el origen del ruido, pero la mayoría de las veces no lo lograba. La neblina era demasiado espesa.

Después de un tiempo, quizá minutos, quizá años, al llanto se le añadió otro sonido. Un sonido retumbante, que hacía que sus oídos pitasen y su corazón latiese desenfrenado, presa del miedo. Pero no podía identificarlo, no sabía porque la paralizaba, porque sentía que ese sonido le robaba la poca vida e cordura que le quedaban.

Un día fue lo suficiente estable para levantarse y perseguir el sonido. Pero alrededor suyo solo había paredes blancas, sin ventanas o puertas por las que salir, asomarse y buscar el niño que la llamaba incansablemente. Ese día fue la primera vez que estaba alerta el tiempo suficiente para tallar la primera raya en la pared.

Pronto, o no tanto, tuvo que empezar a tallar en la segunda. Las neblinas se dispersaban con el pasar de los días, estaba escuchando la gente que hablaba detrás de esas paredes. Estaba consciente el tiempo suficiente para reconocer a sus captores, a sus verdugos. Había aprendido que las pastillas que le daban para que mejorara eran un engaño, un método de mantenerla tranquila, fuera de sus caminos. Por eso empezó a tirarlas por el inodoro cuando sentía las voces alejarse. 

Los recuerdos empezaron a aparecer a medida que pasaban los días sin tomar la medicación. Pronto recordó su nombre, su vida. Recordó la belleza impactante y el rostro implacable de su verdugo. Lo más doloroso, lo que casi la echó de rodillas, a punto de sumirse de nuevo en la neblina que fue su dueña por un largo tiempo, fue entender que ese llanto que la había mantenido con vida, no era real. Tampoco era un producto de su mente, era un recuerdo lejano que casi se desvanecía presionado por el tiempo. El sonido que acompañaba el llanto le rompía el corazón en pedazos cada vez más diminutos, pero también volvía a juntarlos. Diferentes, con piezas faltantes, fuera de su lugar, pero juntas. Donde antes había un corazón lleno de bondad, de alegría y sentimientos positivos, se juntaba un monstruo clamando venganza.

Contó las rayas en la pared. Le costó no marearse con los números, con los significados. Trescientos sesenta y cinco. Una vez, dos, tres. Cinco veces. Cinco años. Sin contar el tiempo perdida en la inconsciencia, cuando era demasiado medicada para contar. ¿Cuánto tiempo hacía? ¿Cuánto tiempo estaba en esa prisión sin ventanas, con una puerta que se abría solo de un lado? ¿Cuantos amaneceres perdió mientras la otra los disfrutaba? ¿Cuántos cumpleaños, cuantas tormentas, cuantos atardeceres al aire libre? ¿Cuánto le había robado ese ser desalmado?

Los números eran borrosos, inciertos. Pero la respuesta a la pregunta era clara en su cabeza. ¡Demasiado! Le había robado demasiado. Y ella no encontraba la manera de impedirle que le robara aún más.

 

 




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