A. Alexa. Lazos de odio

I & II

El tiempo pasaba dolorosamente lento. La única manera que tenía para contarlo eran las visitas diarias de una enfermera que pasaba para dejarle su medicina y algo de comer. Las porciones cada día eran más pequeñas y las traían solamente una vez. Como si con el paso del tiempo fuera cada vez más insignificante su presencia en ese mundo. 

Era extraño. Cuanto más débil se sentía su cuerpo, más se fortalecía su mente. Ellos ni siquiera lo sospechaban, tan poca atención le prestaban al desecho humano que mantenían encerrado. Pero ella, ella recordaba cada día más. Juntaba las piezas de su vida una a una, en silencio.

No era capaz de decir si era de día o de noche, la iluminación en su habitación estaba prendida todo el tiempo, quizá una pequeña consideración de sus captores para no mantenerla en la oscuridad, o quizá otra manera de romperla, de confundir su mente. Pero ese día, había algo raro en el aire. Bueno, esa fue una expresión solamente, ya que ella respiraba aire reciclado desde hacía años. Era una sensación en sus huesos, algo que nunca antes sintió. Sabía que era de noche y sabía que había algo extraño en el ambiente. Sabía que aquella noche algo pasaría, algo cambiaría en el mundo, algo oscuro, doloroso.

Una risa histérica se escapó de su garganta y aguardó unos segundos en silencio, temerosa de que alguien la haya escuchado. Nada, parecía que todos se habían ido a alguna parte, olvidando su existencia. Se levantó, paseó por el espacio diminuto de lo que era su habitación. Caminar la tranquilizaba y conforme recordaba las cosas, empezó a hacer algunos ejercicios para fortalecer sus huesos, su cuerpo adormentado por su tiempo de convalecencia. Esa noche le urgía ejercitarse, la intranquilidad la sentía en todos los rincones de su ser. Miró las tallas de la pared y añadió otra mentalmente. No quería tallar más, ahora añadía los días en su cabeza, otra manera para mantenerse estable.

Un gritó lejano la sobresaltó, pero rápidamente lo descartó. Estaba en un manicomio, los gritos eran algo normal en ese lugar. Se preguntó cuántos de los pacientes ahí realmente necesitaban ayuda y cuantos eran como ella, estorbos en la vida de alguien y encerrados ahí, en ese limbo. ¿Cuántos de los doctores y  de las enfermeras eran profesionales de verdad, tratando de ayudar a la gente rota, fracturada y cuantos solo se preocupaban por un cheque al final del mes? ¿Cuánto estaría pagando ella para mantenerla ahí? Esperaba que fuera mucho dinero, al menos para astillar la grande fortuna de la que disfrutaba.

Otro gritó se escuchó, sacándola de sus cavilaciones. Ahí no terminó, la gente empezaba a gritar histérica y pedir ayuda. No tenía manera de saber el porqué. Se acercó al lugar donde sabía había una puerta, pero que para ella era otro pedazo de la pared que la mantenía prisionera. Los gritos se escuchaban cada vez más cerca, pasos apresurados y gemidos le confirmaron que algo raro pasaba ahí. Tuvo que tallarse los ojos varias veces cuando con un chirrido la pared se abrió, dejándola cara a cara con el exterior.

En algún lugar lejano de su mente comprendió que la puerta estaba en automático y que se abrió junto a todas las demás al iniciarse el protocolo de emergencias. Pero eso no le importaba en ese momento, estaba demasiado extasiada por la posibilidad de salir de ahí. Sin pensar demasiado, corrió fuera de su cárcel, solo para encontrarse cara a cara con un enemigo inesperado.

Nunca le temió al fuego. ¿Cómo algo que le daba calor a las personas, manteniéndolas vivas, podía ser peligroso? Por eso se quedó quieta, viendo como lamía todo a su alrededor, mientras el mundo a su alrededor sucumbió al pánico. Gritos, empujes, gente corriendo, tropezando, pidiendo ayuda, todo sucedía delante de ella como en cámara lenta, mientras pensaba en su próximo movimiento.

Una joven se tropezó delante de ella y no pudo resistir el impulso de ayudarla a levantarse. La mujer la miró con ojos desorbitados, jalándola para que huyeran juntas. Negó con la cabeza, soltándo su mano. No podía ir con ellos. No podía esperar por los bomberos, por la policía. No podía arriesgarse a que la devolvieran a ese hoyo oscuro. Miró una última vez hacía la horda de personas que huía y se encaminó en la dirección contraria.

El fuego estaba cada segundo más furioso, más potente. Agarró una manta que alguien había dejado en el suelo mientras corría por su vida y se envolvió con ella, adentrándose cada vez más al pasillo. Para bien o para mal, ese fuego era su salvador. Vivía o moría esa noche, al menos nunca más será una prisionera.

🎀🎀🎀

El hombre observó las llamas engullir el edificio mientras debatía si era la persona con la mejor o peor suerte en el mundo. Una larga búsqueda lo llevó hasta ahí, un lugar casi en ruinas que se mantenía a flote quien sabe cómo, solo para verlo desaparecer frente a sus ojos. Su cuerpo se rebeló ante la idea de que todo fuera en vano, de que los años perdidos, alejado de su familia fueran en vano. No podía terminar así.

El anillo que portaba en su mano derecha pareció quemarle. Le pertenecía a su hermano, un recordatorio constante de lo que había perdido. Lo había recibido en una bolsa de plástico, de la mano de un colega de su hermano, preguntándole si lo reconocía. La respuesta era negativa. Era la primera vez que lo veía en su vida, pero sabía que era suyo, nada más ver los dos nombres enlazados que parecían burlarse de él. Aun, no quería que lo fuera, que fuera lo único que quedaba de su hermano mayor. Le pidió a Jorge que le dejara verlo, pero el hombre negó con la cabeza con pesar.

- No hay mucho que ver, no hay forma de identificarlo. – le había dicho, las palabras salían atropelladas, mientas una lagrima rodaba por su rostro. 

Jorge era un policía viejo, había visto todo tipo de horrores, pero encontrar a su protegido de la manera en la que lo encontró, fue algo que nunca espero ver.




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