A. Alexa. Lazos de odio

IX & X

Max sonrió al entrar en el hospital después de un día libre. La soledad casi lo había ahogado, así que no vio la hora de regresar al trabajo - era justo lo que necesitaba.

Todavía era demasiado temprano, una hora antes de lo que normalmente venían sus empleados, pero a él no le importaba. Un poco de tranquilidad en la mañana estaría bueno para sus nervios crispados.

Se acercó a su puesto y sintió un pinchazo en la mano que había lastimado tan solo dos días antes. Frunció el ceño al ver una caja sobre la mesa, no se acordaba de haberla puesto ahí. Mucho menos envuelta en papel de regalo.

Un estremecimiento lo recorrió al pensar en la persona responsable. Se le ocurría solo una persona y un regalo proveniente de su esposa no podría ser nada bueno. A regañadientes rasgó el papel y volvió a quedarse pasmado al ver el contenido. Lo único que le era claro fue que de ninguna manera su esposa le mandaría… eso. Un papelito salió volando por la fuerza que usó para abrir el paquete, logro atraparlo antes de que cayera al suelo.

No se crea que haya olvidado mi deuda con usted. Espero le sirva, me dijeron en la tienda que es de lo mejor. Lamento mucho lo sucedido. Espero, también, que su mano esté mejor.

Sin remitente, pero no lo necesitaba. La sierra que tenía en su mano era pista suficiente. Soltó una carcajada, esa era una sorpresa inesperada. Una pequeña parte de él se regocijó al darse cuenta de que no fue el único que se pasó el tiempo desde su encuentro pensando en el otro. Aunque en el caso de ella seguro no era tan visceral y potente como en el de él.

No lograba explicarse por qué de repente esa mujer extraña ocupaba gran parte de sus pensamientos. La había visto solo una vez y no era el mejor de los encuentros, tampoco. Pero eso, al parecer, no significaba nada para su mente que se rehusaba a expulsarla.

- Lo único malo de los días libres es que se terminan. – escuchó detrás de sí. La voz de Carlos era demasiado alegre para esas horas de la mañana. Por instinto, arrugó el papel en su mano y la puso en el bolsillo del pantalón, extrañamente no quería que el otro hombre lo viera.

- Lamento discernir. – soltó, luego suavizó su tono al darse cuenta de que fue, quizá, demasiado brusco. – Yo prefiero mantenerme ocupado, sabes.

Por la expresión que hizo Carlos se dio cuenta de que no lo sabía, pero simplemente asintió y caminó hasta la caja de herramientas.

- ¿Dónde me quieres hoy? – Max se lo explicó y el hombre se puso a trabajar sin chistar.

El resto de los hombres llegaron poco después, cayendo pronto en una rutina agradable, donde el ambiente era llenado por golpes de martillos y sierras. A Max le gustaba ese ruido, si pudiera lo escucharía siempre.

De repente, el ruido cesó y una calma inquietante cayó sobre el lugar. Sus hombres dejaron de hablar a gritos. Max se giró a ver qué pasaba, pero un cuerpo se atravesó en su línea de visión.

- No entiendo por qué tienes el teléfono si nunca vas a responder. – escuchó el suave regaño de la mujer y, muy a su pesar, reconoció inmediatamente la voz. – Perdón por interrumpir, es que necesitaba hablar contigo. – otra vez ese nerviosismo de la última vez, con cada palabra que pronunciara esa mujer la curiosidad se aviva más y más en él.

Anya retorció sus manos hasta que logró calmar el temblor. Otra vez había actuado por impulso y ahora se encontraba al borde de los nervios. Una decena de hombres se encontraban mirándola y ella quiso que la tierra la tragara. Hizo un gesto hacia Carlos, esperando que entendiera el mensaje y la sacara de ahí. No lo entendió, o tal vez fingió no hacerlo.

- No pasa nada. Es casi la hora de la comida, ¿cierto, jefe? – le preguntó al hombre que estaba detrás de él y un nuevo temblor sacudió a Anya. Genial, casi había dejado sin mano al jefe de Carlos. Él solamente asintió, en silencio, su mirada fija en la de ella. – Ven, te presentaré a los chicos.

Anya lo fulminó con la mirada, presionarla así no era algo que esperaba de él. Aunque, Carlos seguramente no pensaba que hacía algo malo, solamente estaba ayudándola a volver a conectarse con el mundo. Los temblores siguieron mientras la presentaba a sus compañeros de trabajo, para el momento que llegaron hasta el jefe, sonrió levemente.

- Creo que ya se conocieron ustedes dos. – Anya no pudo hablar, pero el hombre no parecía tener los mismos problemas que ella.

- Si, pero fallé en presentarme en esa ocasión. Soy Max. – le tendió la mano y ella no tuvo más remedio que estrechársela. Un escalofrío la recorrió y otro malestar la atacó.

- Anya. – murmuró. – Un gusto. – no lo era, pero su buena educación prevaleció por una vez en su vida.

- Te traigo una silla, luego me cuentas que pasó. – asintió distraídamente hacia Carlos, su mirada todavía estaba enganchada con la del otro hombre.

- Está buena. – dijo y ella frunció el ceño. – La sierra. No te engaño el vendedor.

Por primera vez desde que entró en ese lugar sintió un poco de la tensión diluirse.

- Me alegro. ¿La mano?

- También. – calló por unos segundos, luego se aclaró la garganta para llamar de nuevo su atención. – Lamento por como reaccioné la otra noche. Es que estaba en un mal momento y me sorprendiste. No es que fuera excusa para tratarte de esa manera.




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