A. Alexa. Lazos de odio

XXVIII & XXIX

No quedaba nada del edificio que ella recordaba. La verdad eso no era tan malo, teniendo en cuenta que había odiado como se veía en el pasado. La impronta de su padre estaba presente en cada rincón, para recordarle al mundo que él reinaba en aquel espacio. Y fue un reinado del terror.

Adelaide lo había redecorado, aunque aún se podía sentir su presencia sutilmente. Ella no haría nada tan drástico como borrar la esencia de su progenitor. Caminó con la cabeza en alto, consciente que en ese lugar la debilidad no era permitida. No se sorprendió mucho al ver que la mayoría de los empleados eran nuevos, reconoció muy pocas personas. Esas se quedaron boquiabiertas al verla, empezando a murmurar a medida que avanzaba. Hizo de cuenta que no los escuchaba, lo mejor era ignorarlos.

Si algo había aprendido de su familia era que los Montgomery no se prestaban a esas cosas. La gente podía hablar maravillas o pestes sobre ellos, lo importante era que hablaran. Llegó al piso ejecutivo sin que nadie le detuviera el paso, pero ahí si se encontró con una secretaria demasiado bien instruida que se negaba a interrumpir a su jefa.

- La señora está en una reunión… - finalmente la ignoró, pasando a su lado. Se sentiría mal por tal desplante, pero la sorpresa era el único as bajo la manga que tenía en esa ocasión.

Entró al despacho sin tocar, haciendo que las tres personas que estaban reunidas la miraran con disgusto. Adelaide fue la primera en reconocerla, seguida por el hombre a su derecha. Reconoció en el al perro faldero de su padre, un pobre iluso que pensó que el viejo le otorgaría el placer de casarse con una de las herederas, haciéndose así el dueño de todo. Sintió un placer retorcido al ver que seguía en la misma posición de antes, siempre un paso detrás de un Montgomery, pero nunca a su lado. Bien, nunca se lo mereció. Fue él, con apenas veinte años, recién empezando a trabajar en esa empresa, que cavo la tumba de su madre, él la expuso a la ira de un hombre despiadado.

El tercer hombre no mostró signos de reconocerla, pero si se irritó por la interrupción.

- Estamos en una reunión privada. – le espetó, mirándola con desdén.

- Podrán seguir con la reunión en otro momento. – replicó con el mismo tono, sin prestarle más atención. Estaba demasiado ocupada mirando a la mujer sentada en la cabecera, que poco a poco empezaba a recuperarse de la sorpresa. El hombre intentó decir algo más, pero Adelaide los despidió con un ademán, así que ambos se fueron sin decir palabra. Perros falderos, como había pensado.

Anya aprovechó mientras ellos se retiraban para sentarse en el otro extremo de la mesa, justo delante de su hermana.

- Esto es una sorpresa. – dijo la mujer cuando la puerta finalmente se cerró y se quedaron a solas.

- Me imagino. – replicó, dejando su mirada vagar por el despacho, esperando que la otra fuera quien hablara.

- Debo decir que es un placer volver a ver…

- Oh, no vamos a hacer eso, Adelaide. – la cortó, la rabia que pensó tener bajo control salió a la superficie. – Estamos solas, no hay nadie que pueda escucharnos. No es un placer volver a vernos, en realidad es algo muy desagradable para ambas.

- Ya veo. – se acomodó un poco en la silla que ocupaba, intentando parecer intimidante. Lástima que a Anya no la intimidaba ni un poco, había visto lo peor de ella, nada más podría tomarla desprevenida. – Tuve la esperanza de que te hiciste cenizas en ese incendio, pero la suerte no puede ser siempre de mi parte. – las palabras duras la descolocaron, pero no permitió que lo notara.

- Ya era hora de que se pusiera de la mía. – repuso. - Veo que hiciste muchos cambios por aquí. – hizo un ademán abarcando la estancia completa. – Eso si es una sorpresa. Pensé que dejarías todo tal como lo tenía él.

- Mi padre está en cada rincón de este lugar, Anya. Ningún cambio puede quitarle eso. – dijo, orgullosa del monstruo que las crio. Ese era el problema principal de Adelaide, ella nunca pudo ver a Germán como lo que era, siempre fue su ídolo. Tal vez por eso no la sorprendía mucho todo lo que fue capaz de hacer.

- Tu padre. – sonrió cínica. – Siempre fuiste muy posesiva con él. Siempre recalcando que es tu padre, como si no fuera el mío también.

- Tú nunca lo mereciste. Todo lo que hacías era provocarle problemas, siempre defendiendo a esa…

- Ten mucho cuidado con lo que vas a decir, hermana. – espetó, endureciendo la voz. – Así como tu padre es intocable para ti, ella lo es para mí.

Adelaide soltó una carcajada, burlándose.

Cuando eran pequeñas era un juego, completamente inocente. Adelaide era la hija de papá, Anya la niñita de mamá. Solo cuando empezaron a crecer se dieron cuenta de lo mal que estaba todo. Germán ignoraba a su hija menor todo el tiempo, menos cuando quería regañarla. Siempre fue resentido con ella por no ser un varón, una hija podía soportarla, pero dos… era inaceptable. Menos cuando Angelina, su madre, no pudo tener más hijos debido a una complicación en el parto. Nunca se lo perdonó, llevando a la mujer en una depresión severa, de la cual salía solamente a ratos, durante los cuales llenaba de amor a su pequeña Anya, para después volver a perderse. A Anya lo criaron sus tíos, recompensando un poco el abandono de sus padres.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.